Tras
meditarlo un par de minutos, Stanley se enjugó las lágrimas con la manga
izquierda de su camisa, y se puso en pie. Optó por buscar la piedra más afilada
que hubiera por los alrededores, y una vez en su poder, la usó para cortar la
cuerda del roble. Con el ahorcado ya en el suelo, Stanley le retiró la soga del
cuello, e inmediatamente dejó apoyado el cadáver sobre el roble. Acto seguido, y
guardando la piedra en uno de los bolsillos de su pantalón, se puso en marcha,
intentando encontrar algún otro ser humano por los alrededores.
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Tras
responder a algunas preguntas que le hizo aquel tipo, y que provocaron que
Stanley le pusiera al día de los acontecimientos que le habían llevado allí,
las cosas parecieron suavizarse. En aquellas circunstancias, y dado el pobre
aspecto que ofrecía Stanley, que parecía más enfermo que peligroso, no fue
difícil que el hombre del caballo sintiese compasión de la otra persona, y
accediese a ayudarle con el cadáver.
Pero
eso no evitó que Stanley encabezase la marcha a pie, ni que el tipo del caballo
le apuntase con el revólver hasta que llegaron al roble. A fin de cuentas si un
jugador quería conservar sus fichas en la partida de la vida, debía ser
precavido. No obstante, cuando llegaron al roble donde estaba el cadáver, las
precauciones dejaron de ser necesarias, y el hombre le reveló a Stanley que se
llamaba Eugene.
Y
así fue como, usando una pequeña pala que tenía Eugene en sus alforjas, Stanley
y él pudieron cavar un hoyo donde enterrar al muerto. No era ni de lejos el
lugar ideal para enterrar a alguien, pero no había otra opción. Con el hoyo
nuevamente cubierto de tierra, Stanley dejó sobre él la soga. Pensaba volver a
aquel lugar cuando todo hubiese terminado, si es que él sobrevivía a los
acontecimientos, y aquella cuerda serviría de recordatorio sobre la ubicación
de la improvisada tumba. Eugene y Stanley dedicaron una inclinación de cabeza a
la tumba, y se prepararon para pasar la noche allí.
Stanley
agradeció enormemente comer y beber algo aquella noche, ya que se sentía cada
vez más débil, y reponer fuerzas de aquel modo sólo pudo ser superado por unas
cuantas horas de sueño reparador. Al día siguiente, no fue necesario que
Stanley pidiera ayuda para llegar a Rittersjäger, sino que el propio Eugene le
ofreció montar en el caballo junto a él.
Debido
a la traumática experiencia vivida con su anterior compañero de viaje, Stanley
procuró no socializar mucho con Eugene, y, disculpándose por ello, tan sólo le
fue dando las indicaciones necesarias para llegar a Rittersjäger. Todo el
tiempo que no empleó para hablar, y que fue mucho, lo dedicó Stanley a preparar
su venganza. Tenía una fuerte convicción de cómo se desarrollarían las cosas, y
esperaba estar a la altura de las circunstancias.
Eugene
y él Emplearon casi todo el día en llegar a su destino, pero lo consiguieron
cuando la noche empezaba a cernir su manto de oscuridad sobre aquel lugar.
Stanley se bajó del caballo, le pidió un último favor a Eugene, y aprovechando
la ventaja que le otorgaba la oscuridad, se dirigió hacia los establos,
mientras que Eugene tomó rumbo hacia el saloon.
Una
vez en el interior de los establos, Stanley se sintió con energías renovadas
cuando encontró allí a su caballo, junto al de su compañero muerto. No tenían
marcas de haber sido maltratados, pero eso no disminuía su intensa rabia interior.
El mozo de los establos apareció allí y le reconoció. Fue entonces cuando Stanley
le contó lo sucedido, y le preguntó si las mismas personas que habían llevado
allí esos caballos seguían en el pueblo. La respuesta del mozo fue afirmativa y
contundente: estaban jugando al póker en el saloon. Eso aceleró el pulso de
Stanley, que acarició el bolsillo del pantalón en cuyo interior conservaba la
piedra, y supo que todo terminaría pronto, para bien o para mal.
Tras
despedirse del mozo, Stanley se encaminó hacia el saloon, en cuya parte
exterior le estaba esperando Eugene, tal como le había pedido. La misión de
Eugene simplemente era la de evitar que cualquiera de los asaltantes que se
marchara del saloon lograra huir del pueblo. Stanley le dedicó una sonrisa de
agradecimiento, y se adentró en el local.
A
pesar de la algarabía y la multitud de personas que había congregadas allí, no
fue difícil reconocer a sus asaltantes. Estaban jugando en la misma mesa al
póker junto a otras personas, y seguramente puliéndose el dinero que Stanley y
su compañero les habían ganado.
Sacando
la piedra del bolsillo donde la guardaba, Stanley se dirigió hacia la mesa
donde aquellos malditos jugaban tan alegremente a las cartas. Uno de ellos le
reconoció, pero ya era tarde, demasiado tarde. Stanley, guiado por una enorme
explosión de adrenalina, actuó con una rapidez impropia de él.
Lo
primero que hizo fue clavar la afilada piedra en el cuello del hombre más
cercano. Acto seguido, mientras el tipo se retorcía en la silla y lo impregnaba
todo de sangre, Stanley cogió la pistola que éste llevaba en el cinturón, y la
desenfundó tan rápido que no dio opción a sus rivales, disparando en la cabeza
de todos ellos. Stanley estaba tan poseído por la ira, que ni siquiera se
percató del sepulcral silencio que súbitamente había invadido el saloon. Todas
y cada una de las personas allí presentes, incluidas las que estaban sentadas
en la mesa y no había matado, le miraban nerviosas.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgqULlbWNk1mABZPZC-JkZBNGFOflYpGUieQ2QAVe6pfjsTqA0FDdAtj7aZGAhQf5lDRS0k8qXPCGXZiCGlCNCOs26raQYJJPVPO7HrxOpK9UAksT1BOCQWef51ZApIYOyLbg4hw2tLVnVb/s320/Bar.jpg)
Con
paso lento pero decidido, Stanley abandonó el saloon, provocando cierta
tranquilidad en las demás personas. Eugene seguía en el exterior, y en esta
ocasión fue él quien le dedicó una sonrisa al otro. Stanley le dio las gracias
por todo, y le ofreció la mitad de su dinero como compensación por todo. Pero
Eugene no aceptó, justificando su decisión en que quizás, en otra ocasión, otra
persona haría lo mismo por él si el destino le hacía una jugarreta.
Y
así fue como ambos hombres se despidieron, deseándose suerte en su camino. Eugene
se internó en el saloon, cuya algarabía volvía poco a poco, y Stanley se
dirigió hacia el establo. Una vez allí, se montó en su caballo, y tras decirle
al mozo que se quedara el animal que había pertenecido a su amigo muerto, se marchó.
Fiel
a su promesa, Stanley regresó un par de días después junto al roble donde
estaba enterrado su amigo, para despedirse de él por última vez. El círculo de
la venganza se había cerrado, y Stanley había cumplido su promesa de venganza,
su pacto tácito entre vaqueros.
FIN