Hacía un sol abrasador en el exterior de la choza de madera, pero Elmer había tenido algo de suerte buscando una pequeña sombra en la que cobijarse. Tampoco es que se lo estuviera pasando en grande, pero sufría algunos grados menos la temperatura reinante en aquella parte de Texas. En esos momentos maldecía su suerte, pero le había hecho una promesa a Jerry, uno de sus mejores amigos, y no habría nada que le impidiese llevarla a cabo cuando fuese la hora.
Lo único que podía permitirse Elmer en aquel entonces era ser paciente, aunque eso nunca hubiese sido su fuerte. Pero no se le podía reprochar, se había criado en un ambiente lleno de violencia, y por consecuencia, era la manera en la que él había vivido su vida hasta aquel momento, entre muerte, sangre y plomo. La única cosa que le mantenía a salvo con ese modus vivendi, era su velocidad de reflejos, tanto para darse cuenta de cuándo debía entrar en acción, como para permitirle igualmente ser la persona más rápida en desenfundar sus revólveres en cualquier parte. Ahora bien, en lo concerniente a Jerry... bueno, Elmer no fue lo suficientemente rápido, y su amigo pagaba las consecuencias de aquello encerrado en el interior de la choza, agonizando.
Las horas fueron pasando, y Elmer rebuscó en una de sus alforjas para coger algo de comida. Apenas le quedaba alimento para subsistir más allá de aquel día, así que racionó como pudo un trozo de cecina, y dosificó la cantidad de agua que quedaba en su cantimplora. Tenía un botella de whiskey sin abrir, pero tenía reservado otro uso y no iba a tocarla antes de tiempo. En aquella tesitura, casi se alegró de que Huracán, su caballo, no estuviera allí con él, pues seguramente el animal las habría pasado canutas para no morirse de hambre o sed. Aquella parte parecía tan alejado de la mano del creador que no pasaban ni los animales típicos del desierto. Hasta una serpiente habría satisfecho a Elmer, que no tendría reparos en dar buena cuenta de lo que cayese en sus manos.
El único pensamiento que le hizo sentir incómodo mientras tragaba con dificultad la cecina, era saber que los miembros de su banda, que estaban a unos treinta kilómetros de distancia en su escondite habitual, estarían en el interior de una cabaña, comiendo y bebiendo como reyes mientras jugaban a las cartas. Hasta Huracán disfrutaría de alimento en el pequeño establo anexo a la cabaña, junto al resto de equinos de la banda. Pero claro, si había alguien peor que Elmer... era Jerry. El día anterior aullaba de dolor, y Elmer apenas pudo dormir unas horas, porque durante la noche los alaridos de su amigo lo tuvieron en constante alerta. Era difícil saber si en algún momento sería necesario entrar en acción. Pero una promesa era una promesa, y únicamente Elmer debía interceder cuando todo señalara que debía usar sus habilidades de pistolero.
El calor de la tarde fue dando paso, gradualmente, a una temperatura más soportable, a medida que la luz cedía su sitio a la oscuridad de la noche. Gracias a la enorme luna que había en el cielo, y al brillo de las estrellas, Elmer pudo ver lo bastante bien para cambiar de posición de guardia, y encender una pequeña fogata frente a la puerta de la choza. Acto seguido, se acercó hasta ese parte de la construcción, pegó la oreja, y sintió un escalofrío al no escuchar nada al otro lado. Eso era mala señal, porque el momento de hacer uso del metal y el plomo estaba próximo. Ni siquiera se atrevió a mirar por una de las ventanas, había sido incapaz desde que él y Jerry estaban allí.
Con la certeza de que necesitaba estar preparado por si las cosas sucedían con demasiada rapidez para serenarse, Elmer volvió junto al fuego, se sentó mirando hacia la puerta de la choza, y desenfundó sus revólveres, comprobando que estuvieran cargados y preparados para el momento del baile. Si hubiera estado más rápido un par de días atrás, cuando Jerry fue atacado... nada de aquello estaría pasando.
Elmer estuvo a punto de quedarse dormido cuando un ruido procedente de la choza le hizo ponerse rápidamente en alerta. Parecía como si alguien estuviese aporreando la puerta desde el interior, para intentar abrirla. Elmer no la había atrancado, pues fue una petición expresa de Jerry el que él pudiera abrirla, o al menos intentarlo, cuando llegase el momento. A fin de cuentas, no debía ser Elmer quien se expusiera al peligro de forma innecesaria, y su papel debía limitarse a vigilar lo que sucediera desde el exterior.
Para asegurarse una mejor visibilidad sin acercase más de lo indispensable, Elmer cogió la rama más gorda que ardía en la hoguera, y la lanzó cerca de la puerta de la choza, chocando con la pared y cayendo pegada a ella. Existía la posibilidad de que el fuego de la rama prendiera la choza, pero... ¿acaso importaría ya? Los sonidos no cesaron, sino que aumentaron en intensidad. Elmer tenía la sensación de que su amigo estaba cogiéndole el manejo a su nueva situación. En el cielo, la luna seguía brillando con una enorme intensidad.
Una nueva tanda de golpes aumentaron la tensión. Elmer, que rara vez se sentía nervioso en los momentos previos a una situación violenta, experimentaba oleadas de inquietud en su interior. Debía ser por el hecho de que, en aquella ocasión, acabaría con la vida de un amigo, casi un hermano, en lugar de matar a alguien que hubiese alimentado su cólera. El fuego de la rama había empezado a invadir poco a poco la pared, y eso aumentaba la nitidez de lo que Elmer podía ver desde su posición.
Un gran y último golpe hizo que la puerta cayese hacia delante. Del interior de la choza apareció Jerry, con un paso lento y renqueante, mientras éste soltaba una especie de alarido lastimoso. Elmer apuntó con sus revólveres en aquella dirección, y esperó a que el fuego, y en última instancia, el reflejo de la luna, confirmasen lo que ambos sabían que iba a pasar: se había convertido en uno de ellos. Un muerto viviente. Y para aquellos seres, solamente había un remedio y no era ningún analgésico, sino una sobredosis de plomo.
Elmer dedicó un último pensamiento al que durante tantos años había sido su amigo y camarada, y en cumplimiento de la promesa hecha, disparó sus armas, volándole la cabeza a aquel muerto viviente, que cayó hacia delante con un golpe seco. Jerry le había pedido el día anterior que le dejara vivir hasta el final sus últimos instantes como ser humano, antes de convertirse en uno de ellos. Y Elmer había respetado aquello, siendo consciente de que, si bien había más de aquellos seres repartidos por el desierto, al menos su amigo ya había encontrado el final de su camino.
Tras acercarse y propinarle varios disparos más en la cabeza para quedarse tranquilo, Elmer fue a buscar la botella de whiskey que reservaba para aquel momento. Le quitó el tapón, vertió parte del contenido sobre el cuerpo de Jerry, y el resto lo lanzó sobre la pared frontal de la choza, que ardía con parsimonia hasta que fue alimentada con el alcohol. Elmer cogió otra de las ramas de la hoguera, y prendió fuego al cadáver. Durante un buen rato, Elmer se quedó sentado frente a la choza, viendo cómo las llamas empezaban a consumirlo todo. En aquellos instantes, se sentía más despierto de lo que pensaba, con su corazón todavía bombeando adrenalina para mantenerle en tensión.
Siendo consciente de que no conseguiría dormir, decidió empezar a caminar hacia su escondite. Tras coger sus alforjas, comenzó a caminar, sin volver la vista atrás ni un instante. No era necesario. Recordaba bien cómo había sido Jerry hasta que un muerto viviente le mordió, y Elmer insistía en la idea de que lo mejor que podía hacer, era precisamente conservar eso, el recuerdo. Era difícil saber cuándo volvería a encontrarse con uno de esos seres abominables que desde hace unas semanas pululaban por Texas y pillaban por sorpresa a todo el mundo, pero de una cosa estaba seguro Elmer. Mientras cargaba sus revólveres, él se repetía mentalmente una y otra vez que, aunque caminara bajo la sombra de la muerte, acechando en cada recoveco de aquellas tierras, cuando le llegara el momento de irse lo haría disparando hasta quedarse sin munición.
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