Aquella mujer gritó como si le fuera la vida en ello. Y es que de eso se trataba, la estaban matando a base de repetidas puñaladas con un enorme cuchillo de cocina metálico y con mango de madera negra. Un tipo enorme, de casi metro noventa, y ataviado con traje de basurero y una careta de goma en la cara con forma de calabaza de Halloween, la había estado siguiendo esa noche por una tranquila calle en la que, desgraciadamente, no apareció nadie más. ¿Habría cambiado algo si hubiera aparecido alguna persona por allí? Ella pensaba que sí, mientras que el gigante sabía que no, ya que también se habría encargado de quien fuera. Esa era su gran noche, la de su estreno como asesino.
Hasta entonces, su experiencia se había forjado con animales. Al principio con hormigas, de esas de un tamaño apropiado para pisarlas y dejar una pequeña gota de sangre en el suelo. Luego vinieron pájaros, de los que se posaban en los árboles y él mataba con una escopeta de balines. El siguiente paso lo dio con ratas, como las que correteaban por las alcantarillas, y que nadie echaría de menos. Y entonces supo que, aunque hubiera elegido animales más grandes, eso no le habría bastado, pues comenzaba a sentirse preparado para afrontar el gran desafío. El ser humano.
Estuvo planeando cómo dar los primeros pasos para asesinar a una persona. Ello requería buscar armas homicidas que le gustaran y fueran fáciles de llevar encima, pero también fijarse en alguna indumentaria de la que pudiera deshacerse rápidamente. No debía olvidar que era primordial taparse la cara, pues todos sus asesinos favoritos del mundo del cine llevaban una máscara, y él quería rendirles homenaje de esa manera. Irónicamente no le preocupaba que su víctima le viera el rostro al descubierto, ni tampoco que alguna persona en la distancia lo hiciera. Ello era así porque tenía cierta experiencia con el mundo del maquillaje, y con los trucos que sabía y los artilugios que poseía, podía parecer otra persona si se lo proponía. Y eso le convenía, pues quería matar pero no ser capturado, de ahí la necesidad de dificultar su reconocimiento facial por testigos inesperados, incluso si perdía su máscara por alguna circunstancia.
El traje de basurero había sido una ocurrencia peculiar, pues tenía sus pros y sus contras. Por un lado, era fácil quitárselo para cambiar de aspecto y dificultar que le viera alguien que le estuviese buscando. Pero claro, precisamente uno de los problemas que ofrecía, era el hecho de ser una ropa con elementos reflectantes, y eso podía provocar que se le viera venir desde lejos. Aunque bien pensado… ¿no era eso lo que quería, despertar miedo en la gente y que vieran acercarse la amenaza que él suponía?
Pasó el tiempo y, cuando tenía todo listo, salió una noche en busca de alguna inocente víctima en la calle. No tardó en llegar a una zona prácticamente desierta, en la que se encontró con una mujer anciana. No era muy justo estrenarse con alguien que físicamente no le iba a oponer mucha resistencia, pero ya buscaría mayores desafíos en el futuro. El tipo observó que no hubiera nadie más en los alrededores, así que sacó la careta de uno de los bolsillos de su indumentaria, se la puso tapando por completo el rostro que había maquillado para no ser reconocido, y se fue acercando cada vez más a la mujer. Para cuando ella se dio cuenta de que la seguían, su agresor ya la tenía agarrada de un hombro y la empujó violentamente hacia un montón de bolsas de basura que había acumuladas en el suelo junto a un contenedor. Ella apenas vio el cuchillo que sacó el tipo de su ropa de lo rápido que fue el movimiento, pero sintió un repentino dolor en el abdomen con la primera puñalada que éste le infligió.
Sus gritos de poco le sirvieron, pues obedecían más a la sorpresa y al ver que la vida se le escapaba, que a una búsqueda desesperada de auxilio. Una tras otra cayeron más puñaladas hasta que, cuando el agresor de la careta de calabaza creyó que era el momento, le pasó el cuchillo por el cuello, acabando, esta vez sí, rápidamente con su sufrimiento. Era toda la misericordia que podía esperar de él, que limpió el cuchillo con la ropa de su víctima, miró a ambos lados de la calle, y emprendió una calmada retirada del escenario del crimen.
Cuando ya se hubo alejado de la zona del ataque, encontró un contenedor en el que arrojó la careta. En otro hizo lo mismo con el cuchillo, y casi al final de su regreso a casa, se deshizo del mono de basurero. Aquellos objetos habían obedecido a un fin, y era mejor no tenerlos en su domicilio. ¿Encontraría la policía sus huellas en algún lado? Era una posibilidad, pero para este asesino eso poco importaba, pues había estrenado su casillero de víctimas humanas, y ya estaba pensando en ir más lejos. La festividad de Halloween de aquel año estaba a apenas dos semanas de tener lugar, y ahí, como hiciera en la ficción Michael Myers, iba a disfrazarse y cargarse a cuantas personas se encontrara en su camino.
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