Tras escucharse un pequeño chasquido, se encendieron
automáticamente todas las luces del despacho. Aunque se filtraban por las
ventanas los últimos rayos del sol, no eran lo bastante fuertes para iluminar bien
aquel lugar una vez que la noche estaba próxima. Jacinto se encontraba tumbado
en un diván, y miraba al techo cuando escuchó aquel chasquido, el cual le
interrumpió en la narración de su historia. Ahora, y gracias a las luces recién
encendidas, Jacinto ya podía girar la cabeza hacia su derecha y observar mejor a
su oyente, el eminente psiquiatra Eustaquio Ballester.
Jacinto se tapó la boca con una mano, y reprimió una
carcajada cuando vio a Eustaquio totalmente dormido. Con razón llevaba un rato
hablándole sin ser interrumpido, o sin escucharle escribir algunas notas en su
carpeta. Así que, con el deseo de seguir con aquella terapia, y a pesar de que
el bueno de Eustaquio no iba a colaborar mucho, Jacinto giró la cabeza para
quedar totalmente recto en el diván. Y volvió a hablar mientras miraba al
techo:
- Como le iba diciendo, jamás le he contado a nadie
nada de esto. Hace ya casi 10 años desde que tengo estos pensamientos. Un par
de meses después de cumplir los 23, empecé a sentir una extraña sensación en mi
interior, la cual me hacía querer causar daño a todo ser humano a mi alrededor.
Pensé que podía ser un síntoma de alguna enfermedad psicológica seria, o peor
aún, que se estuviera manifestando algún tumor en mi cabeza. ¿Qué cosas tan
negativas pensé verdad? Pero si usted lo ve desde mi punto de vista, comprenderá
que era preferible pensar que me pasaba algo físico, que digerir el hecho de
que deseaba provocar daño y destrucción a mi alrededor. Porque eso es algo
curioso, no sentía la simple necesidad de insultar a alguien o agredirle
físicamente, sino que mi verdadero deseo, aquello que necesitaba saciar, era mi
sed de dar muerte, de acabar con la existencia de alguien en este mundo. ¿Me
comprende?
Al no obtener respuesta, Jacinto volvió a girar la
cabeza a su derecha, y comprobó que el psiquiatra seguía durmiendo. Aquello ya
había perdido la gracia de minutos antes. Qué falta de respeto dormirse en
medio de una sesión. Jacinto era el último visitante del día, y por extensión,
de la semana, ya que era viernes y los sábados y domingos no abría la consulta.
Por ello lo normal hubiera sido que el psiquiatra estuviere despierto y
deseando despacharle para empezar su fin de semana. Pero no, ahí continuaba el
tipo, dormido en su sillón, con la carpeta de anotaciones sobre las piernas. Bueno,
como ya tenía aquella sesión pagada de días atrás, y aún le quedaba un rato antes
de acabar, Jacinto decidió continuar:
- Le preguntaba si me comprende, si entiende la
naturaleza de los pensamientos y deseos que azotaban mi mente por aquel entonces. Mi lado racional me
insistía en que matar era un pecado, un daño que realmente ninguna persona de
mi vida se merecía sufrir, porque nadie me había tratado mal jamás. Todo lo
contrario, era un chico popular y apreciado en mi familia y entre mis
amistades. Por eso una parte de mí se encontraba en dura pugna con aquella otra
que necesitaba matar para calmar mi apetito interior, que con el paso de los
años se ha vuelto voraz. De hecho, he tenido que realizar esfuerzos titánicos
para ser una persona normal de cara a la galería. Tengo un buen trabajo, salgo
con una mujer maravillosa que nada sabe de esto, y además toco en una banda de
música con gente aficionada al rock como yo. ¿Se imagina el esfuerzo que ello
supone? En el trabajo tengo a mano multitud de objetos que bien empleados
podrían causar mucho daño, cuando estoy en casa con mi novia no tendría más que
apretarle un poco el cuello al hacer el amor, o mientras toco la batería en la
banda, no necesitaría más que acercarme a alguno de mis compañeros y clavarle
una de las baquetas en el cuello o el corazón. ¿Sabe usted lo duro que es esto?
Jacinto volvió a girarse para observar al
psiquiatra, y éste continuaba dormido. Menuda historia se estaba perdiendo por
no escuchar. De hecho, y según pudo discernir Jacinto al observar con mayor
interés, al psiquiatra se le estaba cayendo la baba. Menudo tío más repulsivo,
una eminencia de la psiquiatría, uno de los primeros licenciados de su
promoción universitaria según rezaba un título de la pared, y se dormía en
plena sesión y salivaba en exceso. No había nada de malo en hacer eso en casa
de uno, ¿pero en el trabajo? La cosa llegaba al punto de que la sustancia que
se le caía de la comisura de los labios, le goteaba hasta manchar sus
pantalones y la carpeta de anotaciones. Jacinto estuvo tentado de despertar al
babeante, pero recordó un pequeño detalle ocurrido un rato antes, y volvió a
centrar su vista en el techo. Ya faltaba poco para acabar con su historia, y
entonces llegaría el momento de irse de la consulta, y dejar allí al psiquiatra
durmiendo. Así que Jacinto volvió a hablar:
- Le decía que si sabe lo duro que es reprimir cada
impulso interior de matar a alguien. Imagino que no, porque usted es
psiquiatra, y supongo que escogió esta profesión para ayudar a la gente con sus
problemas. Aunque quizás la escogió para llenarse los bolsillos sabiendo que
personas inestables mentalmente habrá siempre, y harán lo que sea por lograr
ser tan normales como cualquier hijo de vecino. Pero bueno, ya escogiera usted
esta profesión por vocación, deseo de lucro, o ambas cosas, el caso es que no
sabe la enorme lucha interior que tengo en cada despertar. Cuando amanezco al
lado de mi novia, siento un deseo acuciante de asfixiarla con la almohada, de
acabar con su vida, pero claro, otra parte de mí es consciente de lo feliz que
me hace, y de lo importante que es no dañar lo que se quiere. Si no fuera por
mi parte racional…qué sería de mi día a día, seguramente ya llevaría más
asesinatos a mis espaldas que cualquier persona que viva en esta ciudad.
En este punto, Jacinto miró su reloj de pulsera, y
comprobó que aún le quedaban unos minutos para terminar la sesión. Consideró
que ya era el momento oportuno para contar los sucesos más importantes de los últimos
días, y que supondrían el final de su historia. Respiró hondo, se aclaró la
garganta, y tras colocar sus manos detrás de la cabeza a modo de almohada,
siguió hablando:
- Hace algunas semanas, estuve a punto de traspasar
esa línea de la que no hay retorno posible. Como lo oye, casi mato a un
compañero de trabajo. Estábamos los dos en un cuarto para hacer fotocopias que
hay en nuestro lugar de trabajo. Y entonces, sentí la imperiosa necesidad de
meter la cabeza de aquel tipo dentro de la fotocopiadora, y matarle a golpes
bajando una y otra vez la cubierta. Que por cierto, no sé el nombre que tiene
la parte superior de una fotocopiadora. ¿Usted sí? Qué pregunta, si ni siquiera
me está usted escuchando. Bueno, pues llamemos cubierta a esa parte. Todo mi
ser me pedía bajarla una y otra vez golpeando con furia la cabeza de ese
hombre, hasta lograr decapitarlo. No lo hice, pero llegué a ponerle un brazo
sobre uno de sus hombros, y cuando me di cuenta de lo que hacía, le conté un
chiste, para simular un momento de compadreo y buen rollo entre compañeros. Si
él supiera lo cerca que estuvo de palmarla aquel día…pero bueno, logré
controlar mis impulsos homicidas. ¿Le gusta esa forma de llamar a mis oscuros
pensamientos? Impulsos homicidas- en ese punto Jacinto le dedicó una enorme
sonrisa al techo, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza-. Sí, me gusta,
y dado que usted sigue en otra dimensión ahora mismo, daré por hecho que
también le gusta. Impulsos homicidas, qué entusiasta y poderoso suena. Incluso
no parece que sea algo malo, qué demonios, si tiene una connotación buena, y es
que me dejo llevar por las emociones. ¿No dicen que hay que dejar que las cosas
surjan espontáneamente, porque la vida son dos días y hay que vivir al máximo?
Jacinto se incorporó en el diván, y se quedó sentado,
sin dejar de observar al psiquiatra durmiente. Le dedicó un nuevo vistazo a su
reloj. Ya había llegado el momento de la despedida. Entonces Jacinto se
levantó, y caminando lentamente hacia el psiquiatra, le habló nuevamente:
- La vida son dos días, y hoy decidí dejarme llevar
por mis impulsos homicidas. Por eso está usted durmiendo un sueño del que no
despertará jamás: el sueño de los muertos. Aunque a usted ya no le importa, le
resumiré la situación que ha provocado el éxtasis en mi interior. Cuando
regresé a casa tras el trabajo, y sabiendo que hoy teníamos cita, cogí un
cuchillo de mi cocina, y tras guardarlo en mi abrigo, me vine hacia aquí. Al
entrar en su consulta, me recibió su amable y espectacular secretaria- y
Jacinto emitió un silbido de admiración al recordarla-, y me dijo que podía
pasar a verle, que estaba usted sólo aunque su puerta estuviera cerrada. Así
que, aprovechando esa circunstancia, me acerqué lo necesario a su secretaria,
que estaba de pie, y le pregunté por un cuadro que había a su espalda. Tras
girarse ella a mirarlo, y con una velocidad sorprendente de movimientos, saqué
el cuchillo del abrigo, le tapé la boca con una de mis manos, y con la otra le
corté el cuello. Cálmese hombre, el fin fue tan rápido para ella como para
usted.
Y Jacinto le señaló el corazón, donde permanecía
clavado el mismo cuchillo que había acabado con la vida de la secretaria. Por
eso el psiquiatra había estado salivando, o mejor dicho, expulsando sangre por
la boca, como consecuencia de la puñalada que Jacinto le había dado en el
corazón, y que había acabado con su vida. Entonces Jacinto, que estaba a
escasos centímetros del psiquiatra, le dedicó unas palabras de despedida:
- Es usted toda una eminencia, no cabe duda- y le
palmeó amistosamente uno de los hombros-. No ha necesitado hablar para que yo
me sienta feliz y contento de dar al fin libertad a mis impulsos homicidas. Me
siento ahora mismo tan poderoso como un dios, y eso se lo debo a usted y su
secretaria, que me han servido para probar al fin lo que tanto anhelaba todo mi
ser. Gracias por su ayuda.
Con sumo cuidado, Jacinto le arrancó el cuchillo,
cuyo mango estaba totalmente empapado de sangre, del corazón, y lo volvió a
guardar en su abrigo, sin molestarse en limpiarlo antes. Se dirigió a la salida, y a cada paso que daba le gustaba
más la terapia alternativa que había descubierto aquella tarde. Quizás volviera
a repetirla pronto, aunque tendría que buscar a un nuevo psiquiatra.