5 de diciembre de 2016

El origen y ascenso de la familia Childners

Todo linaje importante de un país tiene una historia detrás. Los hay que desde tiempos inmemoriales han sido y siguen siendo ricos y poderosos, pero también hay otros que poco a poco han ido construyendo su prestigio a lo largo de los siglos. Incluso algunos son consecuencia de uniones entre familias que, sin ser demasiado poderosas de forma individual, han logrado cambiar eso por medio de enlaces matrimoniales y alianzas de distinta índole. Tampoco es extraño que una familia haya escalado posiciones por medio de guerras, el incremento de su poderío económico como consecuencia de buenas inversiones comerciales, u otras tantas razones.

Sin embargo, siempre ha sido un misterio el modo en el que la familia Childners entró en el mapa social de Escocia allá por el año 1415. La razón es sencilla: hasta esa fecha, el apellido Childners ni siquiera existía. La sensación general que ha perdurado con cada nuevo siglo, es la de que esa familia apareció de la nada. Y las especulaciones sobre su origen siempre han sido de lo más variadas y pintorescas. Aunque la teoría más cercana a la verdad, la dijo en una ocasión un borracho en una taberna de Glasgow, afirmando que los Childners habían hecho un pacto con el diablo.

El origen de la familia Childners tuvo lugar en 1412, cuando Nathaniel Willburg, un simple aprendiz de carpintero que residía en Aberdeen, empezó a interesarse por las artes oscuras y la magia negra. Nathaniel, que había recibido una buena educación y sabía leer perfectamente, fue devorando cuantos libros satánicos y de ritos demoníacos llegaron a sus manos. Para él todo era fascinante. No dudaba de la existencia del Diablo, ya que parte de su educación se había basado en la creencia de Dios como pilar de todas las cosas, y no era descabellado pensar que si había una fuerza buena y suprema, ésta tendría su opuesto.

Nathaniel fue obsesionándose por todo lo oscuro y satánico, convirtiendo su interés inicial por aquello en algo anecdótico. Empezó a relacionarse con otras personas que tenían las mismas creencias que él, y participó en infinidad de rituales cuyo fin era contactar con el maligno, pero que nunca se culminaron con éxito. Se practicaban desde orgías sexuales hasta sacrificios animales, pero eso no daba el resultado deseado. Es por ello que Nathaniel pensó que debía reformular y ordenar sus pensamientos y creencias.

Con ese fin, y tras dejar el oficio de aprendiz, invirtió el poco dinero que le quedaba en viajar hasta Italia. Tenía entendido que en aquel país había un erudito en las artes oscuras que estaba revolucionando algunas arcaicas y erróneas concepciones sobre el Diablo con sus innovadoras teorías al respecto. Y Nathaniel no sólo conoció personalmente a aquel hombre, llamado Pietro Mastorone, sino que pronto se convirtió en su más aventajado alumno y seguidor, viviendo durante todo el 1413 y parte de 1414 en Florencia, donde su mentor tenía un pequeño viñedo.

Bajo la tutela de Pietro, Nathaniel descubrió que había infinidad de demonios al servicio de la entidad suprema, y que el mayor error que cometían las sectas satánicas en sus rituales, era querer contactar directamente con el Diablo. A fin de cuentas, era más probable invocar a uno de los demonios de menor poder, pero que servían al mismo ser. Únicamente se trataba de obtener lo que se deseaba, pero aceptando que esto tuviese lugar por una vía intermedia. Y claro está, para lograr atraer a cualquier demonio a la tierra, había de ofrecerse un sacrificio, pero no animal, sino humano. Estas fueron las conclusiones generales de Pietro que Nathaniel adoptó como verdad suprema, a pesar de que ambos no llegaron a hacer esos sacrificios para contrastar todo lo que defendían. Pero todo lo aprendido por Nathaniel, lo empezó a poner en práctica en cuanto regresó a Aberdeen a finales de 1414.

Al principio, Nathaniel no tenía una motivación más allá de lograr invocar a una fuerza maligna y comprobar su existencia en el mundo. Pero cuando empezó a practicar en su antigua casa algunos ritos siguiendo las indicaciones de Pietro, los resultados fueron alentadores, y eso le permitió empezar a soñar. No logró una invocación completa, pero sí grandes avances sin haber sacrificado aún personas humanas. Antes de dar ese paso sin vuelta atrás, quería estar seguro de que su obsesión podía culminarse con lo que más deseaba. Y por otra parte, debía meditar sobre lo que le pediría al demonio que invocara.

Nathaniel no quería la vida eterna, ni tampoco tener poderes sobrenaturales, pero sí se había cansado de ser pobre y subsistir como podía. Si había podido regresar a Aberdeen se debía a que Pietro le había dado una cantidad de dinero para su vuelta a Escocia. Nathaniel también estaba harto de que a lo largo de su vida hubiese sido menospreciado por muchas de las personas a las que había conocido, a excepción de aquellas que compartían sus mismos intereses y creencias. Había vuelto al lugar donde no había sido más que un aprendiz de carpintero, y había hecho esa elección porque quería cambiar su destino allí mismo.

Fue poco después de iniciarse el año 1415, cuando Nathaniel tenía ya trazadas las líneas más importantes de su plan. No solamente había escogido una víctima para su gran ritual, sino que sabía lo que quería pedirle a cambio al demonio que invocaría, y tenía pensado el nuevo apellido que adoptaría si todo iba según lo planeado. A fin de cuentas, un nuevo comienzo debía estar acompañado de otra identidad. Por su cabeza nunca pasó la idea de fracasar, sino que tenía la total seguridad de que pronto cambiaría su vida por completo. Y así fue.

La víctima escogida fue un borracho de la taberna a la que Nathaniel iba a veces. Era un blanco perfecto porque nadie le echaría de menos, y sería fácil de engatusar. A Nathaniel tan sólo le costó invitarle a un par de tragos en la taberna antes de llevarle a su casa, donde tenía todo preparado para el ritual. Una vez allí, le dejó inconsciente de un golpe. Fue entonces cuando aprovechó para llevarlo a su habitación, y colocarlo en el interior de un pentagrama dibujado en el suelo. Acto seguido, le hizo un corte en una de sus muñecas, recogiendo la sangre que caía en un cuenco. Posteriormente, y mientras iba entonando extraños cánticos, Nathaniel encendió velas alrededor del pentagrama, y luego vertió la sangre del cuenco a su alrededor.

Nathaniel continuó adelante con el ritual, cumpliendo otros pasos que debía realizar, y empezó a notar cómo la temperatura a su alrededor subía progresivamente. Eso le habría sorprendido tiempo atrás, pero desde su regreso de Italia, ya había obtenido ese resultado en otras ocasiones. Sin embargo, todo alcanzó una nueva fase cuando además del aumento de la temperatura, la sangre que había en el suelo empezó a echar humo.

Mientras Nathaniel continuaba con sus cánticos, el humo dio paso a unas chispas, y éstas a unas llamas que fueron aumentando de tamaño. El borracho empezó a despertarse, y cuando recobró por completo la consciencia, Nathaniel le observó fascinado. En su rostro se fueron divisando varias reacciones: aturdimiento, sorpresa, nervios, terror. Mucho terror, en especial cuando él intentó salir del pentagrama y las llamas se elevaron hasta el techo, dejándole atrapado.

El corazón de Nathaniel empezó a acelerarse, avisándole de que realmente estaba ocurriendo lo que tanto deseaba. Jamás había presenciado lo que estaba ocurriendo, y eso le hacía sentirse como un explorador que estuviese haciendo un descubrimiento histórico. La altura de las llamas le impedía ver al borracho, pero empezó a escuchar sus gritos de pánico. Algo debía estar ocurriendo al otro lado, porque esos gritos empezaron a ser más fuertes y desgarradores por momentos.

Poco a poco, las llamas fueron rebajando su altura, y le permitieron ver a Nathaniel lo que acontecía. Era fascinante. El borracho estaba siendo succionado por el pentagrama del suelo, sin poder hacer nada para evitarlo. Pero aún había más, porque las llamas estaban agrupándose en una de las esquinas del pentagrama, y una figura empezaba a formarse en ellas. En la parte alta llevaba cuernos, y en la más baja del fuego se atisbaba una especie de cola. Nathaniel se sintió sumamente feliz en aquel momento, donde no sólo había puesto en práctica lo aprendido con Pietro, sino que le había superado de una forma sideral.

A medida que el borracho seguía gritando, desapareciendo de la habitación, y seguramente de la existencia terrenal, la figura de las llamas habló en una lengua tan extraña que Nathaniel no pudo entender nada, hasta que de pronto empezó a escuchar esa misma voz en su mente, pero en su idioma:

“Acepto tu tributo, insignificante criatura. Ahora pide lo que quieres a cambio.”

Nathaniel, preso de una intensa excitación y de una felicidad inmensa, decidió responderle a aquel demonio del mismo modo en el que había recibido su mensaje, a través del pensamiento:

“Quiero riqueza, prosperidad y poder. Y sacrificaré a las personas que necesites para lograrlo. Piensa en el constante flujo de almas que puedo proporcionarte.”

Solamente estaba visible la cabeza del borracho, que había quedado paralizada en una indescriptible mueca de espanto. Aunque en aquel momento no sintió ningún remordimiento, aquella expresión de terror acompañaría a Nathaniel en sus sueños hasta el fin de sus días. Pero era un precio necesario que él aceptaba. Los gritos se habían silenciado abruptamente. Segundos después, ya no había ni rastro de aquel pobre desgraciado. El pentagrama lo había absorbido por completo.

El demonio permanecía callado, como si meditara la proposición de Nathaniel. Quizás le había pedido demasiado. O peor aún, a lo mejor el sacrificio era demasiado pobre para tan altas demandas por parte de Nathaniel. Pero nuevamente volvió a contactar por telepatía:

“Te daré riqueza, y a partir de ella sustentarás el poder. Te daré prosperidad, y con ella tu linaje jamás sufrirá daño alguno, y el lugar en el que vivas siempre permanecerá en pie. Pero para disfrutar de esos privilegios, me entregarás cada año una nueva alma. Sin excepciones.”

La emoción de Nathaniel era tan grande que las piernas le temblaban, y su corazón latía tan fuerte que podría habérsele salido del pecho en cualquier momento. Estaba a un solo paso de lograr lo que quería, de construir su linaje, de grabar su nombre en la historia de la humanidad. Nadie excepto Nathaniel sabría que todo ello se debía a la ayuda del mal. Ni siquiera le contaría a Pietro lo que estaba sucediendo. Aquel era el momento de Nathaniel. De él y de nadie más. La respuesta al demonio fue simple:

“Que así sea.”

Acto seguido, de las llamas salieron numerosos y enormes cofres de madera. Nathaniel abrió uno de ellos y se quedó atónito ante la gran cantidad de monedas de oro, piedras y joyas valiosas que había en su interior. Y eso solamente en la parte más superficial del cofre.

Hubo otro cambio, y el color de las llamas se tornó en rojo sangre. El demonio volvió a introducirse en los pensamientos de Nathaniel, y le dio unas instrucciones sobre cómo debía hacer los sacrificios. Minutos después, las llamas adoptaron una forma cuadrada, y hubo una explosión de luz que cegó momentáneamente a Nathaniel. Cuando éste abrió los ojos, había frente a él un cuadro. Ni llamas ni demonio. Sólo el cuadro.

Era una representación del infierno, donde el fuego y los demonios destacaban claramente. Si uno observaba con atención, podría ver una figura humana siendo torturada por uno de los demonios. Nathaniel sintió un escalofrío cuando identificó a la figura que estaba siendo maltratada: era el borracho que había sacrificado. No sentía ningún tipo de culpa, pero eso no evitaba que una parte de él reaccionara con nerviosismo a lo que acababa de ver.

Nathaniel comprobó el contenido de los demás cofres de la sala. Allí había una fortuna espectacular. No sólo podría vivir cómodamente el resto de su vida, sino que también lo podrían hacer sus descendientes cuando los tuviera. Con aquellas riquezas podría construir un castillo como él deseaba, y adquirir numerosas propiedades en Aberdeen y otras ciudades de Escocia. Tampoco sería un problema contratar un número considerable de personas para trabajar a su servicio. Nathaniel Willburg era cosa del pasado. El apellido Willburg sería reemplazado por Childners, que era el resultado de mezclar Child, el apellido de la madre de Nathaniel, y Ners, las siglas que hacían alusión al nombre real del demonio invocado. Nathaniel Childners sería el hombre que disfrutaría de lo obtenido aquel día, y jamás faltaría al cumplimiento de su obligación.

Algunas semanas después del día de la invocación demoníaca y del sacrificio humano, Nathaniel empezó a presentarse en sociedad con su nuevo apellido. Adquirió una cantidad inmensa de terreno en las afueras de Aberdeen, y encargó la construcción de un castillo. Hacia 1418, el castillo estaba concluido, y Nathaniel ya había sacrificado a tres personas más, que habían sido succionadas por el cuadro, ubicado en una de las habitaciones de los sótanos del castillo.

En 1423, y con varias muertes más a sus espaldas, Nathaniel estaba casado y había sido padre de dos varones que perpetuarían su estirpe varias décadas después. Comenzaba así a forjarse el nacimiento de una de las familias más importantes del país. Una familia marcada por la sangre, la codicia y el diablo, pero dotada de un poder que jamás desaparecería, salvo si se incumplía el ritual anual de sacrificio. 

Era un sacrificio nimio para un incalculable beneficio. Y así se lo inculcaría Nathaniel a su descendencia una vez que fuera necesario. Era el precio de un legado.


Nota adicional: Si queréis leer otro relato que escribí sobre la obligación de cumplir el ritual para otro descendiente del linaje Childners, clickad aquí.

14 de noviembre de 2016

Aprendiendo a desaconsejar

Nota introductoria: Aunque este texto puede leerse de manera independiente, la anterior aparición de Windor, en la que cuento sus primeras actividades como consejero real, así como su primera visita a la biblioteca del castillo, tuvo lugar en el texto "Una ardua tarea por delante" (para leerlo, clickad en el título). 

Este texto que podéis leer a continuación, retoma la historia de Windor desde que abandona la biblioteca, y se acerca a la sala de audiencias para hablar con el rey.

Aprendiendo a desaconsejar

Una vez que Windor abandonó la biblioteca, y sin sospechar siquiera que le había estado espiando Letrinus, se dirigió a la sala de audiencias. Allí se encontró al rey dormido en su trono. Sería demasiado generoso decir que el principal dirigente de Trascania roncaba de modo suave. Windor se había criado en una casa rodeada de granjas, y Berinio emitía un sonido similar al de todas las piaras de cerdos de aquellas granjas juntas. De hecho las pocas personas que estaban en la sala, llevaban puestas orejeras para poder hacer sus labores sin perder la concentración.

Viendo que no era el momento ideal para despertar al rey de sus porcinos sueños y hablarle de la biblioteca, Windor decidió aplazar esa conversación para otro momento. Cayó en la cuenta de que había dejado el baúl con sus pertenencias en la “Posada del inepto”, ya que por aquel entonces no sabía si le cogerían para el puesto, y no dio ninguna instrucción al respecto al tabernero. Así que se encaminó hacia aquel lugar.

Ya en las inmediaciones del castillo, Windor observó que los vendedores de antes habían retomado su partida de cartas con dos novedades de lo más extravagantes. La primera era el aspecto de aquellas personas, cuyas ropas y cabellos estaban decorados con más cagadas de paloma, haciéndoles parecer un torpe intento de transmutar un perro dálmata a la forma humana. El otro detalle hizo que el mago empezara a reírse a carcajadas, pues la paloma que él había hecho aparecer de la nada antes de entrar al castillo, y que empezó a defecar sobre los vendedores, seguía allí. Pero estaba acomodada en la mesa de juego. Con varias cartas en el pico. Y había un montón insultante de monedas bajo ella.

Windor se acercó a saludar a los vendedores, y se fijó en que el hombre que le había vendido la barba postiza estaba casi sin monedas para seguir jugando. Así que, recordando lo útil que le había sido aquella barba para adquirir el trabajo, y teniendo en cuenta que aún resistía pegada a su rostro, sintió la inevitable necesidad de mostrarle gratitud al vendedor, y le dio algunas monedas. El tipo, eufórico por ver aumentada un poco su línea de crédito, le hizo un gesto ofensivo a la paloma antes de pedir nuevas cartas. Como allí no había nada más que hacer, el mago se alejó de la zona.

Era inevitable cuestionarse la inteligencia de quien entra en un lugar llamado “Posada del inepto”, y Windor llevaba dos asaltos ya en ese combate mental. Pero mirando el lado bueno, no tendría que volver en un tiempo a la taberna, una vez que diera orden de que enviaran su baúl al castillo. Le hizo saber al tabernero que había sido nombrado consejero real, y le sugirió que cualquier información valiosa que le hiciera llegar y fuera de interés para el funcionamiento del reino, sería bien recompensada. El tabernero se mostró muy contento ante aquella posibilidad, y le dijo a Windor que antes de acabar el día tendría su baúl en el castillo.

Después de marcharse de la taberna, Windor dio un pequeño paseo por los muelles de Trascania. Cuando llegó del viaje en barco sintió que aquel lugar era tan acogedor como una chimenea encendida en una noche lluviosa, pero ahora que recorría nuevamente la zona sin la necesidad de pisar imperiosamente tierra firme, su percepción era otra. Aquello era un caos. Había todo tipo de personas yendo de un lado a otro con mercancías de lo más singular, algunos barcos no podían salir bien de los embarcaderos porque otros les obstaculizaban el paso, unos cuantos marineros peleaban a puñetazo limpio por no quedarse sin barriles de cerveza con los que emborracharse, e incluso algunas mujeres se estaban liando a guantazos por quedarse con los pocos gigolós que recorrían la zona. Hasta el mago al que había perseguido el perro del castillo paseaba por la zona, con los calzones prácticamente al aire. Había mucho que hacer allí.

Fue inevitable anotar en un pergamino algunas ideas que se le ocurrieron a Windor para mejorar el funcionamiento de los muelles. Lo milagroso era que con semejante caos, Trascania fuera un reino que aún siguiera teniendo una posición de prestigio en el mundo mágico. Eso no dejaba nada bien el resto de reinos la verdad. Pero que nada bien.

A medida que empezó a oscurecer, Windor emprendió el retorno al castillo. Se topó con el grupo de vendedores entrando en la “Posada del inepto”. La sorpresa vino tras ver que el tipo de las barbas postizas tenía a la paloma posada en uno de sus hombros, y que ésta sujetaba en su pico una bolsa de monedas. Bueno, finalmente han hecho buenas migas pensó Windor, que volvió a reír a carcajadas mientras seguía su marcha.

Cuando regresó a la sala de audiencias el rey Berinio estaba despierto, aunque a Windor seguía recordándole a una piara de cerdos por la manera en la que devoraba un plato de comida. Berinio usaba sus manos para coger los alimentos, y comía con la boca tan pegada al plato que tenía las mejillas manchadas de salsa. Hasta bebía de su copa como si fuera un caballo en un abrevadero. Seguía sin ser el momento idóneo para charlar con él, por lo que Windor decidió ir a las cocinas a picar algo. A fin de cuentas, él también tenía hambre, y uno de los guardias de la sala le dijo que el rey comía antes que el personal a su servicio, y que aún les quedaba un rato a los demás para cenar.    

Por el camino apareció su “amigo” el ayudante de cámara del rey. Se quedó parado frente a Windor, mirándole con una sonrisa de lo más maliciosa, y alzando repetidamente sus cejas. Algo le decía al mago que la situación iba a ponerse tensa. No era para menos, pues le había hecho anteriormente dos jugarretas al pobre tipo. Involuntarias pero de malos resultados para su salud. Y tarde o temprano, él se tendría que resarcir. Aquella mirada, esa sonrisa, y el movimiento de una de sus manos hacia la boca, produciendo un fuerte silbido, se conjuntaron para provocar que otro nuevo “amigo” de Windor, el perro del castillo, le atacara por la espalda, arrancándole un trozo de la túnica. En concreto el que mantenía abrigado su trasero. Antes de darse la vuelta y gritar, Windor recordó al mago que había visto en los muelles. Después, gritó furioso.

Cuando las miradas del perro y Windor se cruzaron por segunda vez aquel día, hubo más comunicación no verbal. El perro escupió el trozo de túnica que había arrancado, como queriendo decir “esto pasa cuando juegas conmigo”. Y Windor, tras dedicarle varias miradas cargadas de furia y señalarse con un dedo su trasero, le respondió algo así “o persigues al ayudante de cámara y me dejas tranquilo, o te quitaré el pelaje y lo usaré para parchear mi túnica”. El animal entendió perfectamente aquello, y tras girar su cabeza hacia un costado y otro observando su pelo, al cual le tenía mucho cariño, apretó los dientes, y fue directo hacia el ayudante de cámara.

Fue divertido ver a aquel hombre huir despavorido y dando saltos para evitar los mordiscos del perro. Eso le amenizó a Windor el camino hasta las cocinas, de donde salía un aroma delicioso. Era increíble la de personas que había trabajando allí. Windor se presentó ante el cocinero jefe, al que localizó por su enorme gorro blanco. Le pidió permiso para comer algo sin esperar a que la cena fuera servida en el comedor, y recibió carta blanca para coger lo que quisiera. Y dio buena cuenta de aquel permiso sin límites. De hecho Windor sobrepasó con creces los límites de la gula. Al recordar la cláusula suprimida de su contrato laboral, según la cual tenía que pagar por lo que comiera en el castillo, el mago soltó un gran eructo, y pensó en el asesor laboral. Chúpate esa Letrinus.
Por última vez en aquel día, Windor volvió a la sala de audiencias, y esta vez sí, encontró al rey en situación de conversar. Se acercó al trono, y formuló su petición:

- Majestad, necesitamos una persona que administre la biblioteca.
- Denegado- la respuesta fue automática.
- Es muy importante poner en orden demasiadas cosas en este reino, y lo mejor es empezar por el castillo majestad.
- No lo veo pertinente Windor.
- Con el debido respeto, una de mis funciones es darle consejos majestad- y entonces, Windor empezó a recordar el anuncio de trabajo que le había llevado allí, el cual requería de capacidad para aceptar que sus consejos no fuera llevados a cabo. Había que cambiar de estrategia, valiéndose de cierta psicología barata-. Pero… ¿sabe qué? Que ahora que lo pienso, no necesitamos a nadie que dirija la biblioteca. A nadie en absoluto. Es más, qué rey en su sano juicio, contrataría a alguien para tal labor.
- Vaya, ahora que lo dices Windor, se me ha ocurrido una idea. ¡Necesitamos alguien en la biblioteca! Hablaré con Letrinus e Injusticio para que se encarguen de ello- y como si la idea realmente hubiese sido suya, el rey se ajustó la corona a la cabeza, y le dedicó una petulante sonrisa a Windor-. Si eso es todo, mañana hablaremos de nuevo.
- En realidad tengo más cosas que contarle majestad.
- Denegado.
- De acuerdo, hasta mañana.

Qué hombre tan irritante era Berinio. Pero había que ser optimista, y Windor se retiró a su torre valorando positivamente la forma en la que el rey cayó en su trampa. Si él no iba a seguir los consejos de Windor, era necesario perfeccionar aquel método de reconducir las pretensiones, de desaconsejar. Y el aprendizaje de esa táctica negociadora se convirtió en uno de los pasatiempos del mago durante sus primeros días en el castillo, en los cuales logró que el rey accediera a numerosas peticiones para mejorar el funcionamiento del castillo. 

Berinio siempre se atribuyó cada idea que Windor había tenido antes y le había puesto en bandeja, pero eso carecía de importancia, formaba parte del juego. Y Windor, al igual que la paloma que había arrasado jugando a las cartas con los vendedores, no dejaba de obtener pequeñas victorias, necesarias para mejorar las cosas en Trascania. 

Continuará...

29 de octubre de 2016

El arte de seguir decorando en Halloween

Nota introductoria:  Aunque este texto puede leerse de manera independiente, la anterior y primera aparición de Jonás, en la que desvelo su profesión y la fascinación que produjo en su vecindario con un objeto decorativo muy particular, tuvo lugar en el relato " El arte de decorar en Halloween "  (para leerlo, clickad en el título). Texto Dicho fue publicado para el Halloween de 2015, y esta continuación lo es para el de 2016. Espero que os gusten.



El arte de seguir decorando en Halloween

Había transcurrido medio año desde que Jonás, el taxidermista, sorprendiera a todos sus vecinos mostrando una auténtica calavera en su decoración de Halloween. Claro está, nadie excepto él sabía la verdad, de ahí que pudiera exhibir aquel vestigio humano en el salón de su casa con total impunidad, provocando el asombro de cada visitante que admiraba lo real que parecía. También ayudóba el que nadie supiera la verdadera profesión de Jonás, que siempre había sido discreto a ese respecto.

A lo largo del tiempo que siguió a la exhibición de su calavera, el vecindario había ido olvidando poco a poco el suceso de que uno de sus vecinos desapareciera el verano pasado sin dejar rastro. Algunas personas daban por hecho que habría empezado una nueva vida a pesar de lo feliz que parecía siempre, y las menos reacias a creer eso consideraban que algo malo había pasado, pero el tiempo transcurrido desde su pérdida no ayudaba a pensar en su regreso. Jonás sabía perfectamente que aquel hombre no volvería, excepto cuando decidiera exhibir su calavera para el siguiente Halloween. Y sería un regreso simbólico y con fines decorativos.

En cualquier caso, cuando faltaban tres meses para la fecha de un nuevo Halloween, Jonás se debatía entre añadir algo nuevo y realista a su colección, o evitar cometer otro asesinato y seguir mostrando lo mismo del año anterior a sus vecinos. ¿Innovación o seguridad? Tampoco tenía por qué matar a otra persona, podía valerse de algún animal que él mismo asesinara y disecara. A fin de cuentas, había perdido la cuenta de la cantidad de piezas de caza que había convertido en otras maestras de la taxidermia desde que se dedicara a ello.

Sin embargo, no tenía nada de nuevo para él disecar otro animal más. Si hubiera guardado algo más del cuerpo de aquel vecino que asesinó… pero no, tras matarle se deshizo rápidamente de todo excepto la cabeza. Así que la pregunta anterior volvía a pulular en el interior de su sádica y perversa mente. Y su decisión final estuvo sustentada por la necesidad de guardar las apariencias un poco más de tiempo, así que optó por comprar nuevos objetos decorativos en cualquier tienda, y dejar para el próximo año la búsqueda de algo que acompañara a la calavera.

Los meses pasaron, y algunas semanas antes de la noche de Halloween, una nueva persona llegó al vecindario. Era una mujer pelirroja que rondaba la treintena, y cuya sonrisa hizo que rápidamente se ganara la simpatía de todo el mundo de la zona, incluido Jonás, que coincidió varias veces con ella en el supermercado del pueblo y charlaron amistosamente. Era tan atractiva como misteriosa a pesar de esa sonrisa que mostraba transparencia y cercanía, y Jonás no podía evitar sentirse atraído por ella, aun sabiendo que él era algunos años mayor. Quizás ese aire de misterio había influido, ya que en sus conversaciones se mencionaban pocos datos de la vida privada de cada uno. Mas había averiguado que se llamaba Eloisa.

La gran noche llegó, las calles del vecindario se llenaron de risas y alegría debido a los grupos de niños que iban de un lugar a otro pidiendo caramelos, y Jonás se sintieron complacido de ver desde su ventana que Eloisa también invitaba a todo el mundo a visitar su casa. Seguramente la había decorado para la ocasión, y eso era un síntoma de su deseo de integrarse en aquel lugar. Jonás no iba a desaprovechar la oportunidad de pasar por allí para curiosear, pero lo haría al final de la noche, una vez que sus vecinos y los niños y niñas dejaran de pasar por su casa para admirar la calavera y otros objetos decorativos.

Aunque el efecto de sorpresa hubo remitido respecto al año anterior, aún había personas que se maravillaban al ver la calavera, y eso hacía que Jonás se sintiera excitado y orgulloso, ya que se había corrido la voz sobre el realismo de aquel objeto, y venían personas de otros vecindarios del pueblo para contemplarla.

El resto de cosas presentes en el salón de su casa y en el porche de entrada no es que fueran malas o poco realistas, pero a ojos de Jonás no valían nada en comparación con aquella calavera. Si incluso su última compra había sido un ataúd de verdad que había decorado con telarañas. Pero no, no era lo mismo.

Ya pensaría tranquilamente qué añadir a la colección para el año siguiente matar, en el que no pensaba optar por la seguridad de no a nadie más como en aquella ocasión. Pero ahora lo importante era seguir saboreando cada expresión de asombro que veía reflejada en las personas que iban a ver la calavera. Y con ese aire de suficiencia cerró su casa cuando dejó de ir la gente, para visitar a Eloisa.

Como era ya de madrugada, le preguntó si todavía se podía pasar al interior, y ella dijo que sí mostrando nuevamente aquella sonrisa tan inocente. Jonás pensó que no vería nada que realmente le despertara interés, pero tras acceder al salón, se sintió tan estupefacto como cada persona que había ido a ver su calavera. No podía ser, no ... era ... posible. Allí, en mitad del salón, y sobre una imitación de un altar de piedra, había… ¡un esqueleto humano!

Jonás no pudo evitar acariciar aquel esqueleto, y con cada roce de sus dedos sintió descargas de adrenalina recorriendo todo su ser. Era real. Tan real como la calavera de su casa. Aquel brillo, el tacto de cada hueso, hasta el olor, todo era como debía ser. Eloisa debió notar la emoción que embargaba a Jonás, porque le puso una mano en el hombro y le susurró al oído una pregunta que hizo que él temblara de placer: ¿Te gusta?

Y Jonás, que no quería responderle allí, le dijo a Eloisa que le siguiera, y fueron a la casa de él. Cuando ella vio la calavera, supo enseguida lo real que era, sintiendo en su interior un inmediato deseo por Jonás, que podía ser… parecía ser… el tipo de persona que ella anhelaba encontrar. Su otra mitad.

Aquella noche, ambos hicieron el amor con locura, primero en el salón de la casa de Jonás, y luego en el de ella. Horas y horas de lujuria y pecado carnal frente a sus creaciones y objetos decorativos. La vida y el deseo frente a la exhibición de la muerte. Y en cada rato de descanso que tenían en su frenesí, se fueron desvelando aspectos de su vida privada. 

Él le contó que era taxidermista y había matado a un vecino el año anterior, y ella confesó que era forense y había asesinado a un ladrón que le intentó robar hace unos meses. Las piezas del puzzle se iban ensamblando, y una peculiar y sádica pareja iniciaba su existencia como tal. Lo peor no era la unión de dos mentes oscuras y retorcidas, sino los planes que fueron trazando juntos para sorprender al vecindario en el próximo Halloween.

P.S: Si os ha gustado este relato, aquí tenéis el enlace de su continuación, acontecida en el Halloween siguiente. Se titula "El arte de una decoración conjunta en Halloween".

13 de octubre de 2016

El negocio familiar

Hay familias en las que un mismo trabajo acaba siendo el sustento de diversas generaciones. Ese hecho se había confirmado una vez más en el caso de Melvin, el último descendiente de la familia Crafter. Corría el año 1878, y Melvin se acababa de instalar en un pequeño pueblo situado cerca de Dodge City. Sólo se quedaría un año, ya que nunca sobrepasaba ese tiempo en los lugares donde vivía y trabajaba.

En lo profesional, Melvin se regía por dos grandes consejos que le había dicho su padre en repetidas ocasiones, y que a su vez éste había oído a su padre, y así con cada miembro de la generación familiar. El primer consejo decía que “Un cliente muerto nunca se queda insatisfecho”. Y era cierto, Melvin nunca había recibido una queja de su clientela desde que empezó a trabajar como enterrador y funerario desde hacía 20 años.

Si alguien hubiera interrogado a cada antepasado de Melvin dedicado al negocio, habría obtenido jugosas confesiones. Y es que trabajar lucrándose con la muerte permite ver mil y una maneras de morir, sobretodo porque en la profesión se intentan adecentar por última vez infinidad de cadáveres, cada uno llevado ante los funerarios en unas u otras condiciones. Sin contar con el hecho de que a veces los difuntos no llegaban enteros, pareciendo piezas de un rompecabezas incompleto.

Pero eso era lo maravilloso del trabajo, que nunca faltaba clientela. Y Melvin se encargaba de aplicar cada día de su vida el segundo consejo de su padre: “No te quedes expectante a una nueva aparición de la muerte, encárgate de que ello suceda. Para ganar hay que invertir”.

Es por eso que, en cada nuevo pueblo al que se trasladaba, Melvin buscaba a alguna persona que por unas monedas y un poco de alcohol, le ayudara a crear enemistades entre los habitantes, dando pie así a abundantes tiroteos y peleas a cuchillo entre cada vaquero, forajido, colono o comerciante que viviera o pasara por el pueblo. Porque lo mejor de todo, era que siempre había alguien que pagara el entierro del desgraciado que hubiera muerto. Siempre, ya fuese por culpa, caridad cristiana, o simplemente para que las calles no apestasen a carne descomponiéndose al sol.

Un año era el tiempo máximo que Melvin se podía quedar en un lugar sin que descubrieran su particular modo de conseguir clientes. Sólo cuando empezó en el gremio cometió la imprudencia de quedarse dos años en un mismo sitio, y casi le cuesta la vida cuando algunas personas se dieron cuenta de lo que pasaba.   


Pero aquí se encontraba ahora, en un nuevo pueblo con el que enriquecerse. Ya había enviado a su nuevo ayudante a realizar su cometido, y pronto disfrutaría de los mejores sonidos posibles para escuchar durante el día o la noche mientras paseaba por las calles: disparos de revólver y gritos de agonía. Qué placeres tan agradables para el oído, sobretodo porque anunciaban la captación de nuevos clientes.

¿Era inmoral apreciar esas cosas? No mucho más que un barbero que odiara a los que nunca se afeitaban, o un barman que detestara a la gente que pidiera un poco de agua. A Melvin no le servían las personas vivas, y tenía que mirar por su negocio, por el negocio familiar. Por eso se frotó las manos cuando empezaron a llegarle cuerpos con los que trabajar. Le quedaba todo un año por delante, y el futuro se antojaba maravillosamente oscuro y lleno de guadañas en acción. ¿Qué iba a hacer Melvin si le gustaba su profesión?  

9 de octubre de 2016

Asesinas de felpa: Gina

Marzo de 1987

Era de madrugada, y en la novena y última planta del psiquiátrico Clarkson, destinada a los pacientes más peligrosos, acababa de ser ingresada una mujer llamada Meredith. Se encontraba allí a consecuencia de un doble asesinato que había cometido horas antes.

Por lo general, y siguiendo la rutina habitual, tendría que encontrarse en un calabozo a la espera de un juicio rápido. Pero ciertos rasgos en la conducta de Meredith habían hecho más que prudente su ingreso preventivo en el Clarkson. De ahí que la policía la llevara directamente al psiquiátrico, donde estaría internada hasta que un juez decidiera su destino.

A pesar de haber acabado con la vida de dos personas, desde el momento de su arresto se mostró extrañamente mansa, como si hubiera logrado todo lo que deseaba en la vida, y no le importara lo más mínimo el castigo a recibir. De todas formas, y como precaución, había sido llevada a la última planta del psiquiátrico en lugar de cualquier otra. Que tuviera una conducta pasiva no quitaba la posibilidad de que en algún momento eso cambiara, como tristemente habían comprobado sus dos víctimas.

Una vez que fue encerrada en una de las celdas, los policías que la habían llevado hasta allí se despidieron del guardia de seguridad y del doctor August Remprelt, que fue quien supervisó el ingreso de Meredith. Remprelt, que dirigía el Clarkson, estaba deseoso de interrogar a la paciente, pero primero tomó la decisión de buscar a una de las enfermeras de guardia. Era necesario que se le practicara a Meredith un reconocimiento físico, y para ello lo ideal era que lo realizara alguien del mismo sexo.

Tras darle unas indicaciones y despedirse momentáneamente del guarda de seguridad, Remprelt se subió al elevador, y pulsó el botón de la planta principal, donde encontraría a gran parte del personal sanitario de guardia. Después de hablar con una de las enfermeras y explicarle lo que debía hacer, ambos cogieron el elevador para volver a la novena planta. La enfermera entró en la celda, y Remprelt y el guardia se quedaron fuera, preparados para actuar con rapidez por si la paciente se descontrolaba.

Algunos minutos después, la enfermera salió de la celda totalmente pálida y temblorosa, y le dijo a Remprelt que la paciente parecía estar físicamente bien. Sin embargo, añadió también que tenía un enorme tatuaje que iba desde el cuello hasta la cintura. El dibujo era el de una muñeca de felpa. Lo extraño era…que en un primer vistazo, el rostro de la muñeca parecía sombrío, pero algunos segundos después…mostraba una sonrisa. Una diabólica sonrisa. La enfermera le dijo a Remprelt que debían ser imaginaciones suyas, producto del cansancio que llevaba acumulado. Remprelt intentó calmar a la enfermera, y le dijo que se marchara a casa a descansar.

Una vez que se quedó a solas con el guardia, le ordenó que nadie entrara en la celda, ya que iba a hablar con ella, y quizás tuviera que hipnotizarla si no cooperaba. El doctor tenía una creciente reputación en el campo de la hipnosis, y todos los empleados del Clarkson sabían que su director podía obtener respuestas donde cualquier otro no las lograría. Así que en las sesiones de hipnosis nadie se atrevía a distraer a Remprelt. Una vez que el doctor accedió a la celda, el guardia se puso frente a la puerta para evitar cualquier acceso desde el exterior.

Cuando Remprelt vio de nuevo a Meredith, sintió un enorme deseo de ver el tatuaje de la muñeca de felpa que le había mencionado la enfermera, pero verlo implicaba desnudar a la paciente. Y Remprelt sería muchas cosas, pero era respetuoso con esa pequeña parcela de dignidad e intimidad de las personas, así que se olvidó de ver el tatuaje por mucho que quisiera. Pronto reparó en que la paciente seguía sumida en ese estado de indiferencia con el entorno. Estaba tumbada en posición fetal en el suelo, y aunque tenía los ojos abiertos, miraba al vacío. El doctor decidió entrar en acción:

- Hola Meredith, soy el doctor August Remprelt. ¿Cómo te encuentras?

Pasaron varios minutos sin que hubiera otra cosa que silencio. Aun así, no había que tirar la toalla. No al menos en los compases iniciales.

- ¿Me oyes Meredith? ¿Sabes dónde estás y por qué estás aquí? ¿Qué pasó en la casa de Edward Bartson? ¿Por qué le mataste a él y a su novia?

Nuevo silencio en la celda. Ella no iba a poner las cosas fáciles. Quizás ni la hipnosis la hiciera hablar, porque su mente podía estar en cualquier lugar menos allí, pero para Remprelt era el único camino que le quedaba. Al menos era el único si quería obtener progresos en aquel momento. También podía llevarla a una de las salas del sótano, pero Remprelt no la consideraba como posible paciente para su proyecto.

No había nada que perder, así que Remprelt cogió su péndulo, el cual llevaba siempre encima, y empezó a hacerlo oscilar en el campo de visión de ella. Había una regla que Remprelt llevaba siempre a cabo, y es que hipnotizar a una persona no era igual que hacerlo con otra distinta. Es por eso que no se podía seguir una idéntica estructura ni repetir las mismas frases. A veces servían para más de una persona, pero no era recomendable. Así que Remprelt se aclaró la garganta, y tras pensarlo unos segundos, sumó su voz al movimiento del péndulo:

- Escúchame Meredith, soy el doctor August Remprelt. Mi voz será lo único importante para ti. Harás lo que yo te pida, y responderás todas mis preguntas. Cierra los ojos y obedece mis instrucciones.
- A medida que el péndulo seguía su balanceo, Meredith cerró los ojos, haciendo caso al doctor. Éste, tras sonreír con satisfacción, continuó la sesión:
- Quiero que te incorpores Meredith, levántate.

Ella hizo lo que se le había ordenado, y la hipnosis siguió:

- Estás en una celda porque has hecho algo malo. ¿Lo recuerdas? Responde.
- Sí- por primera vez desde que fue internada, Meredith habló-, lo recuerdo.
- Quiero que me cuentes todo lo que ocurrió en casa de Edward Bartson. ¿Por qué le mataste? ¿Por qué mataste a su novia?
- Ella me lo ordenó.
- ¿Quién es ella?- Remprelt empezaba a sentir un creciente interés-.
- Gina. Ella ordena y yo ejecuto. Si pide sangre, sangre tiene. Si pide muerte, mato a gente.
- ¿Por qué te ordenó matar a Edward?
- Porque él sembró las semillas de su destino hace 23 años, cuando destrozó a mi muñeca Gina en el colegio.
- ¿Gina era tu muñeca? ¿Es la que llevas tatuada?- aquello empezaba a resultar raro y confuso para Remprelt.
- Sí, Gina era mi muñeca, la llevo tatuada en mi cuerpo, y desde que fue destrozada por Edward, se convirtió en mi mentora, estando presente en todos mis pensamientos y acciones. Durante 23 años, ella me ha ayudado a preparar mi venganza para acabar con Edward por lo que hizo. Me daba consejos y me educaba. Y yo sentí la necesidad de recuperar una parte de ella, por eso me la tatué. Y ella me sonríe a veces.

Ella le sonreía…en la cabeza de Remprelt reapareció la imagen de la enfermera saliendo asustada de la celda, hablando del tatuaje y su sonrisa…su perversa y diabólica sonrisa…En cada pausa de la conversación sólo se escuchaba el suave vaivén del péndulo al rasgar el aire.

- ¿Cómo llegó Gina a formar parte de ti Meredith?
- No lo sé. Hasta que Edward la rompió, nunca la había sentido como parte de mí. Pero aquel día…fue como si al tiempo que él la despedazaba, ella entrara a formar parte de mi ser. Podía oírla, podía sentirla. Me decía que no atacara a Edward, que el tiempo me daría una oportunidad de venganza. Y esta misma noche pude saciar mi sed de sangre. Su sed de sangre. Maté a Edward mientras estaba en la cocina, cortándole el cuello con un cuchillo. Y luego maté a su novia, que se estaba dando un baño. La bañera se tiñó de rojo, y entonces me sentí victoriosa.
- ¿Gina sigue aquí contigo? ¿Está con nosotros? Responde- Remprelt observó con suma curiosidad a su alrededor, para fijarse finalmente en la sonrisa que afloraba en los labios de Meredith-.
- Sí, está aquí conmigo. Con nosotros. Y le observa doctor. Le observa fascinada. Percibe que su mente está tan perturbada como la mía, y eso es fabuloso. ¿Quiere verla sonreír doctor?

En ese punto, Meredith empezaba a subirse el camisón que llevaba puesto. Remprelt no sabía qué hacer o decir. Se encontraba asimilando la información obtenida en la última parte de la conversación. Su péndulo seguía moviéndose, más por inercia que porque él continuara con el movimiento, pues sus manos se habían quedado inmóviles. Meredith se había subido el camisón a la altura del ombligo, y Remprelt podía ver las bragas que llevaba ella, pero también algo más. Estaba viendo las piernas de la muñeca. A medida que Meredith seguí con su movimiento, iba mostrando más y más partes del enorme tatuaje que tenía. Ya se veía la cintura de la muñeca, y empezaban a vislumbrarse dos coletas y la barbilla…

En el exterior de la celda, el guardia pudo escuchar la voz de Remprelt pidiendo que le dejaran salir. Parecía alterado. La puerta de la celda fue abierta y el doctor salió con rapidez. El guardia no le había visto tan nervioso hasta la fecha, y llevaba varios años trabajando con él.

Remprelt intentaba relajarse cogiendo aire y soltándolo una y otra vez. ¿De verdad había visto una sonrisa en el cuerpo de Meredith? ¿Era posible que el rostro de la muñeca, que estaba serio al principio, pasase a estar sonriente? ¿Qué demonios sucedía con aquella paciente? Quizás estaba tan empeñado en encontrar algo aterrador en aquella mujer, que sus ojos le jugaron una mala pasada. Sin embargo…todo parecía tan real…Incluso Meredith había vuelto a su estado pasivo una vez que el péndulo dejó de moverse. Todo aquello era demasiado raro, y escapaba a la comprensión de Remprelt, tan habituado a explorar el miedo en los pacientes que tenía, que escrutar el suyo propio le parecía algo demasiado lejano en el tiempo…y sobre lo que no quería volver a pensar. 

Así que, tras sentirse un poco mejor, se despidió del guardia y se subió en el elevador con la intención de ir a su despacho y descansar un poco. Si hubiera seguido en la celda con Meredith, habría observado un fenómeno curioso. Por unos instantes, y antes de que el guardia apagara la luz de la celda, la sombra de la mujer dejó de tener apariencia humana, para parecer la de una enorme muñeca de felpa. Sólo duró unos instantes, pero habrían bastado para enloquecer a cualquiera.


Nota adicional:

Este texto es mi aportación a un juego literario realizado por las personas integrantes de "La celda acolchada". Se llegó al acuerdo de que cada uno redactara un relato donde hubiera muñecas de felpa, y esta ha sido mi participación. Para leer los otros textos, os facilito aquí los enlaces y el nombre de sus autores:

1) Asesinas de felpa: Felisa   -   Por Soledad Gutiérrez
2) Asesinas de felpa: Matilda   -   Por Santiago Estenas
3) Asesinas de felpa: Queca   -   Por Ricardo Zamorano
4) Asesinas de felpa: Triplet Fragance   -   Por Edgar K. Yera
5) Asesinas de felpa: Valentina   -   Por Mendiel

19 de septiembre de 2016

El precio de un legado

Sir Daniel Childners había encendido un pequeño farol, y se preparaba para descender a la parte inferior de su castillo. Llevaba algunos días sintiendo una llamada interior que le era demasiado familiar, y consideraba que era el momento idóneo para prestarle toda su atención. A fin de cuentas, estaba llegando el momento de cumplir el ritual de cada año, y no podía ni debía hacer caso omiso. Su familia llevaba cumpliéndolo durante más de 400 años, y él debía perpetuar esa costumbre una vez más.

Uno a uno empezó a descender los peldaños de la escalera de piedra que daba al pasillo inferior. La llamada se iba haciendo más notoria a cada paso que daba, y Sir Daniel podía sentir como propia la necesidad que emanaba del lugar de emisión. Sin duda alguna, debía cumplir a la mayor brevedad con su cometido.

Cuando llegó al pasillo, levantó el farol para iluminar mejor los alrededores. Se sabía el camino de memoria, y podría haberlo realizado perfectamente a oscuras, pero les tenía un pánico ancestral a las arañas, y le era inevitable asegurarse a través de la luz que no caminara cerca de ellas. A cada metro que recorría movía el farol a izquierda y derecha, alumbrando así cada recoveco de las paredes a su alrededor.

Algunos minutos después, llegó a su destino. La pesada puerta de madera estaba cerrada, pero él siempre llevaba la llave colgada a su cuello. Nadie debía acceder nunca a aquel lugar, salvo él y las personas que debían acompañarle para el ritual. Tras quitarse la cadena de la que pendía la llave, introdujo ésta en la cerradura.

Lo primero que sintió nada más abrir la puerta, fue el frío que procedía del interior. Eso era un nuevo síntoma de que no le quedaba mucho margen de maniobra. A lo sumo uno o dos días, pero era recomendable no dilatar la espera. Esa habitación, a pesar de tener una chimenea que estaba siempre apagada, era generalmente la más cálida de todo el castillo. Pero el frío reinante allí evidenciaba la necesidad de actuar con celeridad. Había un montón de la leña junto a la chimenea, pero no era el momento de usarla. Aún no.

Sir Daniel avanzó unos pasos en el interior, y se encaminó a la pared del fondo, observándola con la familiaridad de quien lo ha hecho demasiadas veces a lo largo de su vida. No miraba toda la pared, sino el centro de la misma. Sin duda había llegado el momento de actuar como mandaba la tradición familiar. Acarició con una de sus manos la superficie de aquello que miraba, y sintió un frío casi glacial.

Todo el poder que la familia Childners había tenido en los últimos 400 años, se lo debía a lo que había en aquella habitación. Y es por eso que no se podía descuidar la fuente de su fortaleza en la sociedad. En esos cuatro siglos, la familia había salido victoriosa en varias guerras nacionales, se había librado de sufrir pérdidas humanas en épocas de grandes epidemias, así como de caer en bancarrota cuando las demás grandes familias del país sí lo habían hecho.

Para todo el mundo era un misterio lo bien conservado que se mantenía el castillo familiar tras haber sido atacado en varias ocasiones. La sensación general era que no parecía afectarle el paso del tiempo. Y así era, todo formaba parte del pacto que el primer patriarca familiar había acometido tiempo atrás, sacando al apellido Childners del anonimato, y colocándolo entre los más importantes de la ciudad, y posteriormente del país.

Sir Daniel era el último miembro vivo de la familia. Tenía 40 años, y aunque ya había conocido a una mujer con la que tenía la intención de casarse y engendrar hijos, jamás le confesaría el ritual anual que debería hacer hasta el resto de su vida. Únicamente transferiría esa obligación a su descendencia, cuando ésta tuviera ya una edad adulta.

De hecho, y en la medida de lo posible, una vez que se casara y su esposa se trasladara a vivir al castillo, se encargaría de que nadie más salvo él y la persona escogida cada año, bajaran a aquella parte. En la vida hay cosas tan horribles, como la que existía en aquella estancia, que sería una crueldad inhumana compartirlas con más personas de las necesarias. Por eso Sir Daniel jamás había permitido que ninguna de las personas que estaban a su servicio accediesen a la parte inferior del castillo.

Tras echar una última mirada a la pared, salió de la habitación, cerrando la puerta con llave. Regresó a la planta superior, buscó a uno de sus criados que estuviera aún despierto, y le ordenó que le preparase un carruaje a la mayor brevedad. Después de negarse a que otra persona lo condujera, fue él mismo el que se puso a las riendas, haciendo galopar a los caballos. Tardó una hora en recorrer el camino que distanciaba el castillo de la ciudad.

Su objetivo era dirigirse a la zona donde las prostitutas ofrecían sus servicios, situada en uno de los barrios periféricos. Pero antes hizo una parada en su taberna favorita, ubicada en pleno corazón de la ciudad. Por muy obligado que se sintiera a cumplir su cometido, eso no impedía que se viese como un miserable cada vez que llevaba todo a cabo. De ahí la necesidad que venía arrastrando en los últimos años de beberse varias jarras de cerveza en la noche elegida para su actuación.

Cuando Sir Daniel consideró que estaba lo bastante embotado por el alcohol, pagó su cuenta, se marchó de la taberna, y tras subirse nuevamente al carruaje, se dirigió a la zona de las prostitutas. Dio varias vueltas una vez que llegó al lugar, ya que buscaba una prostituta que estuviera sola, y a cuyo alrededor apenas hubiera gente. El carruaje no llevaba el blasón familiar, pero aun así debía evitar llamar la atención, ya que Sir Daniel quería ser observado por el menor número de personas posibles.

Una vez que logró dar con una víctima perfecta, paró el carruaje, se bajó del mismo, y susurró algunas frases al oído de la mujer, que pareció sentirse tan sorprendida como eufórica por lo que le decía aquel misterioso caballero. Ella era rubia, poco agraciada, y estaba algo gordita, pero Sir Daniel no buscaba una gran belleza, eso poco importaba. Le dio una bolsa cargada de monedas, la ayudó a subir al carruaje, y se marcharon de la zona rumbo al castillo.

Ya estaba avanzada la madrugada cuando Sir Daniel condujo a la prostituta por el pasillo inferior del castillo. Una vez que abrió la puerta con la llave que colgaba de su cuello, ambos se introdujeron en el interior. Él colgó el farol en una de las paredes. Ella empezó a temblar por el frío que hacía, y Sir Daniel le dijo algo para animarla:

- Tranquila querida, pronto dejarás de tener frío, te lo aseguro.
- Eso espero caballero. Me ha pagado el sueldo de un año, e imagino que querrá yacer varias veces conmigo.
- Oh no, mi interés por usted no es sexual. Quiero que observe aquella pared- dijo mientras señalaba con un gesto el lugar al que se refería-. Lo único que quiero de usted, es que toque el cuadro que hay sobre ella, nada más.
- ¿Un cuadro? Apenas veo nada.
- Acérquese querida, obsérvelo bien.

La prostituta se acercó a la pared, sintió más frío que antes, y entonces lo vio. Era un cuadro oscuro. Demasiado oscuro. Parecía…desgastado, como si alguna vez hubiera estado lleno de color, pero el paso del tiempo le hubiese quitado vida y luminosidad. De hecho era imposible discernir qué imagen representaba.

- No se ve nada.
- Desde luego que no, pero eso tiene fácil solución.
- No le entiendo- dijo ella mientras se volvía hacia Sir Daniel, que metía un poco de leña en la chimenea-.
- Vuelva a observarlo.

Ella, obediente, se giró nuevamente para mirar el cuadro. Seguía sin ver nada, y tampoco pudo reaccionar ante el rápido movimiento de Sir Daniel, que sacó un cuchillo de una de sus botas, y tras practicar un rápido corte en una de las manos de la prostituta, le agarró la mano herida y la puso sobre el cuadro. Ella intentó resistirse, pero de pronto sintió algo y se quedó paralizada. Jamás había sentido tanto miedo en su vida como en aquel momento, en el que empezó a notar una gran succión en la herida de su mano.

La prostituta era incapaz de asimilar nada de lo que estaba sucediendo, y sólo pudo mirar a Sir Daniel con expresión de terror. Él dejó de agarrarla, y empezó a caminar hacia atrás, bajando la vista hacia el suelo. Ya sabía lo que venía a continuación, y no quería volver a ver un espectáculo que había presenciado demasiadas veces hasta la fecha.

La succión que el cuadro ejercía sobre la mano herida empezaba a ser descomunal. Fue inevitable y hasta lógico a juicio de Sir Daniel, que la prostituta empezara a gritar cuando su mano desapareció en el lienzo a consecuencia de la mayor succión. Y ella observó aterrorizada cómo el cuadro comenzaba a adquirir color. Parecía como si se estuviera alimentando de ella. La temperatura en la habitación estaba subiendo, y aparecieron unas primeras llamas en la chimenea que había allí, lo cual no inmutó lo más mínimo a Sir Daniel, que seguía mirando el suelo.

Antes de que el brazo de la prostituta desapareciera y ella se quedara pegada al cuadro, tuvo tiempo de articular una última frase…

- ¿Qué demonios?

Sir Daniel iba a contestarle, ya que consideraba un acto de piedad desvelarle lo que estaba pasando, pero no tenía sentido, todo iba a acabar en cuestión de segundos. La chimenea ya albergaba una lumbre de tamaño considerable, y el calor allí empezaba a ser sofocante. Para cuando se atrevió a alzar la vista, la mitad del torso de la mujer estaba pegado al lienzo, que ahora mostraba una colorida imagen. La escena era dantesca, ya que media cabeza había sido absorbida por el cuadro, y la otra mitad estaba aún en la habitación. Las extremidades que aún seguían allí se movían con frenesí y de manera descontrolada.

Algunos segundos después, el espectáculo había terminado. No quedaba rastro alguno de la mujer, que había sido absorbida completamente. La chimenea ardía con fuerza, y el cuadro había vuelto a recuperar su esencia, color, y vida. Sir Daniel lo observó hipnotizado, como le pasaba siempre que ocurría aquel fenómeno. Siempre sentía fascinación por la imagen que había allí plasmada, una representación del infierno llena de fuego, demonios, sangre y personas humanas siendo torturadas. Y como había hecho en cada una de las anteriores ocasiones en años pasados, contó las personas que había allí siendo torturadas. Había una más que el año pasado. El ritual se había completado.

Tras marcharse de la habitación y cerrar la puerta con llave, emprendió el camino de regreso a sus aposentos, recordándose las razones por las que continuaba con la tradición familiar. Cuatrocientos años después, él seguía cumpliendo con el pacto que el primer patriarca Childners había realizado con el demonio, comprometiéndose a entregar cada año una nueva alma a cambio de poder, riqueza y el mantenimiento de la estirpe. Y le gustara o no, el precio que debía pagar para que su linaje siguiera existiendo en el tiempo implicaba una muerte al año.

Sir Daniel se tumbó en su cama, y volvió a sentir la certeza de que a su muerte, acabaría en el infierno por lo que estaba haciendo en vida. Pero el poder requiere sacrificios, y la familia Childners siempre había pagado su tributo. Era un sacrificio nimio para un incalculable beneficio. Y así se lo inculcaría Sir Daniel a su descendencia una vez que fuera necesario. Era el precio de un legado.


Nota adicional: Si queréis leer sobre el nacimiento y el ascenso de la familia Childners, así como sobre el pacto que el primer patriarca hizo con un demonio, clickad aquí.