16 de febrero de 2016

Impulsos homicidas

Tras escucharse un pequeño chasquido, se encendieron automáticamente todas las luces del despacho. Aunque se filtraban por las ventanas los últimos rayos del sol, no eran lo bastante fuertes para iluminar bien aquel lugar una vez que la noche estaba próxima. Jacinto se encontraba tumbado en un diván, y miraba al techo cuando escuchó aquel chasquido, el cual le interrumpió en la narración de su historia. Ahora, y gracias a las luces recién encendidas, Jacinto ya podía girar la cabeza hacia su derecha y observar mejor a su oyente, el eminente psiquiatra Eustaquio Ballester.

Jacinto se tapó la boca con una mano, y reprimió una carcajada cuando vio a Eustaquio totalmente dormido. Con razón llevaba un rato hablándole sin ser interrumpido, o sin escucharle escribir algunas notas en su carpeta. Así que, con el deseo de seguir con aquella terapia, y a pesar de que el bueno de Eustaquio no iba a colaborar mucho, Jacinto giró la cabeza para quedar totalmente recto en el diván. Y volvió a hablar mientras miraba al techo:

- Como le iba diciendo, jamás le he contado a nadie nada de esto. Hace ya casi 10 años desde que tengo estos pensamientos. Un par de meses después de cumplir los 23, empecé a sentir una extraña sensación en mi interior, la cual me hacía querer causar daño a todo ser humano a mi alrededor. Pensé que podía ser un síntoma de alguna enfermedad psicológica seria, o peor aún, que se estuviera manifestando algún tumor en mi cabeza. ¿Qué cosas tan negativas pensé verdad? Pero si usted lo ve desde mi punto de vista, comprenderá que era preferible pensar que me pasaba algo físico, que digerir el hecho de que deseaba provocar daño y destrucción a mi alrededor. Porque eso es algo curioso, no sentía la simple necesidad de insultar a alguien o agredirle físicamente, sino que mi verdadero deseo, aquello que necesitaba saciar, era mi sed de dar muerte, de acabar con la existencia de alguien en este mundo. ¿Me comprende?

Al no obtener respuesta, Jacinto volvió a girar la cabeza a su derecha, y comprobó que el psiquiatra seguía durmiendo. Aquello ya había perdido la gracia de minutos antes. Qué falta de respeto dormirse en medio de una sesión. Jacinto era el último visitante del día, y por extensión, de la semana, ya que era viernes y los sábados y domingos no abría la consulta. Por ello lo normal hubiera sido que el psiquiatra estuviere despierto y deseando despacharle para empezar su fin de semana. Pero no, ahí continuaba el tipo, dormido en su sillón, con la carpeta de anotaciones sobre las piernas. Bueno, como ya tenía aquella sesión pagada de días atrás, y aún le quedaba un rato antes de acabar, Jacinto decidió continuar:

- Le preguntaba si me comprende, si entiende la naturaleza de los pensamientos y deseos que azotaban mi mente  por aquel entonces. Mi lado racional me insistía en que matar era un pecado, un daño que realmente ninguna persona de mi vida se merecía sufrir, porque nadie me había tratado mal jamás. Todo lo contrario, era un chico popular y apreciado en mi familia y entre mis amistades. Por eso una parte de mí se encontraba en dura pugna con aquella otra que necesitaba matar para calmar mi apetito interior, que con el paso de los años se ha vuelto voraz. De hecho, he tenido que realizar esfuerzos titánicos para ser una persona normal de cara a la galería. Tengo un buen trabajo, salgo con una mujer maravillosa que nada sabe de esto, y además toco en una banda de música con gente aficionada al rock como yo. ¿Se imagina el esfuerzo que ello supone? En el trabajo tengo a mano multitud de objetos que bien empleados podrían causar mucho daño, cuando estoy en casa con mi novia no tendría más que apretarle un poco el cuello al hacer el amor, o mientras toco la batería en la banda, no necesitaría más que acercarme a alguno de mis compañeros y clavarle una de las baquetas en el cuello o el corazón. ¿Sabe usted lo duro que es esto?


Jacinto volvió a girarse para observar al psiquiatra, y éste continuaba dormido. Menuda historia se estaba perdiendo por no escuchar. De hecho, y según pudo discernir Jacinto al observar con mayor interés, al psiquiatra se le estaba cayendo la baba. Menudo tío más repulsivo, una eminencia de la psiquiatría, uno de los primeros licenciados de su promoción universitaria según rezaba un título de la pared, y se dormía en plena sesión y salivaba en exceso. No había nada de malo en hacer eso en casa de uno, ¿pero en el trabajo? La cosa llegaba al punto de que la sustancia que se le caía de la comisura de los labios, le goteaba hasta manchar sus pantalones y la carpeta de anotaciones. Jacinto estuvo tentado de despertar al babeante, pero recordó un pequeño detalle ocurrido un rato antes, y volvió a centrar su vista en el techo. Ya faltaba poco para acabar con su historia, y entonces llegaría el momento de irse de la consulta, y dejar allí al psiquiatra durmiendo. Así que Jacinto volvió a hablar:

- Le decía que si sabe lo duro que es reprimir cada impulso interior de matar a alguien. Imagino que no, porque usted es psiquiatra, y supongo que escogió esta profesión para ayudar a la gente con sus problemas. Aunque quizás la escogió para llenarse los bolsillos sabiendo que personas inestables mentalmente habrá siempre, y harán lo que sea por lograr ser tan normales como cualquier hijo de vecino. Pero bueno, ya escogiera usted esta profesión por vocación, deseo de lucro, o ambas cosas, el caso es que no sabe la enorme lucha interior que tengo en cada despertar. Cuando amanezco al lado de mi novia, siento un deseo acuciante de asfixiarla con la almohada, de acabar con su vida, pero claro, otra parte de mí es consciente de lo feliz que me hace, y de lo importante que es no dañar lo que se quiere. Si no fuera por mi parte racional…qué sería de mi día a día, seguramente ya llevaría más asesinatos a mis espaldas que cualquier persona que viva en esta ciudad.

En este punto, Jacinto miró su reloj de pulsera, y comprobó que aún le quedaban unos minutos para terminar la sesión. Consideró que ya era el momento oportuno para contar los sucesos más importantes de los últimos días, y que supondrían el final de su historia. Respiró hondo, se aclaró la garganta, y tras colocar sus manos detrás de la cabeza a modo de almohada, siguió hablando:

- Hace algunas semanas, estuve a punto de traspasar esa línea de la que no hay retorno posible. Como lo oye, casi mato a un compañero de trabajo. Estábamos los dos en un cuarto para hacer fotocopias que hay en nuestro lugar de trabajo. Y entonces, sentí la imperiosa necesidad de meter la cabeza de aquel tipo dentro de la fotocopiadora, y matarle a golpes bajando una y otra vez la cubierta. Que por cierto, no sé el nombre que tiene la parte superior de una fotocopiadora. ¿Usted sí? Qué pregunta, si ni siquiera me está usted escuchando. Bueno, pues llamemos cubierta a esa parte. Todo mi ser me pedía bajarla una y otra vez golpeando con furia la cabeza de ese hombre, hasta lograr decapitarlo. No lo hice, pero llegué a ponerle un brazo sobre uno de sus hombros, y cuando me di cuenta de lo que hacía, le conté un chiste, para simular un momento de compadreo y buen rollo entre compañeros. Si él supiera lo cerca que estuvo de palmarla aquel día…pero bueno, logré controlar mis impulsos homicidas. ¿Le gusta esa forma de llamar a mis oscuros pensamientos? Impulsos homicidas- en ese punto Jacinto le dedicó una enorme sonrisa al techo, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza-. Sí, me gusta, y dado que usted sigue en otra dimensión ahora mismo, daré por hecho que también le gusta. Impulsos homicidas, qué entusiasta y poderoso suena. Incluso no parece que sea algo malo, qué demonios, si tiene una connotación buena, y es que me dejo llevar por las emociones. ¿No dicen que hay que dejar que las cosas surjan espontáneamente, porque la vida son dos días y hay que vivir al máximo?

Jacinto se incorporó en el diván, y se quedó sentado, sin dejar de observar al psiquiatra durmiente. Le dedicó un nuevo vistazo a su reloj. Ya había llegado el momento de la despedida. Entonces Jacinto se levantó, y caminando lentamente hacia el psiquiatra, le habló nuevamente:

- La vida son dos días, y hoy decidí dejarme llevar por mis impulsos homicidas. Por eso está usted durmiendo un sueño del que no despertará jamás: el sueño de los muertos. Aunque a usted ya no le importa, le resumiré la situación que ha provocado el éxtasis en mi interior. Cuando regresé a casa tras el trabajo, y sabiendo que hoy teníamos cita, cogí un cuchillo de mi cocina, y tras guardarlo en mi abrigo, me vine hacia aquí. Al entrar en su consulta, me recibió su amable y espectacular secretaria- y Jacinto emitió un silbido de admiración al recordarla-, y me dijo que podía pasar a verle, que estaba usted sólo aunque su puerta estuviera cerrada. Así que, aprovechando esa circunstancia, me acerqué lo necesario a su secretaria, que estaba de pie, y le pregunté por un cuadro que había a su espalda. Tras girarse ella a mirarlo, y con una velocidad sorprendente de movimientos, saqué el cuchillo del abrigo, le tapé la boca con una de mis manos, y con la otra le corté el cuello. Cálmese hombre, el fin fue tan rápido para ella como para usted.

Y Jacinto le señaló el corazón, donde permanecía clavado el mismo cuchillo que había acabado con la vida de la secretaria. Por eso el psiquiatra había estado salivando, o mejor dicho, expulsando sangre por la boca, como consecuencia de la puñalada que Jacinto le había dado en el corazón, y que había acabado con su vida. Entonces Jacinto, que estaba a escasos centímetros del psiquiatra, le dedicó unas palabras de despedida:

- Es usted toda una eminencia, no cabe duda- y le palmeó amistosamente uno de los hombros-. No ha necesitado hablar para que yo me sienta feliz y contento de dar al fin libertad a mis impulsos homicidas. Me siento ahora mismo tan poderoso como un dios, y eso se lo debo a usted y su secretaria, que me han servido para probar al fin lo que tanto anhelaba todo mi ser. Gracias por su ayuda.

Con sumo cuidado, Jacinto le arrancó el cuchillo, cuyo mango estaba totalmente empapado de sangre, del corazón, y lo volvió a guardar en su abrigo, sin molestarse en limpiarlo antes. Se dirigió a la salida, y a cada paso que daba le gustaba más la terapia alternativa que había descubierto aquella tarde. Quizás volviera a repetirla pronto, aunque tendría que buscar a un nuevo psiquiatra.

8 de febrero de 2016

Un encuentro casual VIII

Tras la ducha, y después de estar un rato abrazados en la cama, Natalia le propuso a Gabriel encargar algo de comida, y él aceptó encantado, porque eso implicaba compartir algunas horas más con aquella maravillosa mujer. Así que Natalia se levantó, se puso una bata, y se fue al salón para llamar por teléfono y pedir la cena. Gabriel se quedó pensativo en la cama.

No tenía miedo de acompañar a Natalia al evento literario, ni siquiera si eso implicaba conocer al círculo más íntimo de ella, pero sí le asustaban las posibles consecuencias para su relación. A fin de cuentas, iba a ser una prueba para ambos, y él sabía que si la afrontaban juntos, tenían todas las de ganar, pero ello requería una gran fortaleza individual, y una conexión total de las dos partes. En unos días iban a salir de dudas. Hasta entonces, había que disfrutar cada vivencia. Se levantó de la cama, se dirigió al salón, y mientras ella hablaba por teléfono, él empezó a coger su ropa, desperdigada por el suelo.

Para cuando Natalia colgó el teléfono, a Gabriel sólo le faltaba por ponerse la camisa. Se había abrochado el primer botón cuando ella le relevó en la tarea, apartando las manos de él. Por unos segundos se miraron con la complicidad propia de los amantes ya consolidados. Al tiempo que ella iba abrochando la camisa, ambos hablaban:

- Ya he pedido la cena, tardarán una hora como mucho.
- De acuerdo, ¿qué pediste?- pregunto él.
- Es una sorpresa cariño.
- Veo que quieres darle un toque enigmático, me parece bien. ¿Qué te parece si mientras tú te vistes, yo preparo la mesa y pongo algo de música?- Gabriel abrió la bata que llevaba Natalia, y se deleitó observando su cuerpo, tan deseable como la manzana del árbol prohibido.
- Me parece perfecto- ya casi había terminado de abrocharle la camisa a Gabriel-, veo que disfrutas con las vistas interiores de la bata.
- Son preciosas, estás estupenda- y le dedicó una dulce sonrisa-. Sabes, aún me cuesta asimilar que tenga el privilegio de disfrutar de este cuerpo a menudo- en ese punto, le cerró la bata con suavidad-. Agradezco cada día que entre nosotros fluyera la magia del modo en que lo hizo.
- Yo también lo agradezco, no sabes cuánto. Has hecho méritos para disfrutar de cada cosa que pueda ofrecerte Gabriel- le abrochó el último botón y le dio un largo beso-. Voy a vestirme, enseguida vuelvo.

Natalia recogió su ropa del suelo, y se fue a la habitación. Entonces Gabriel se dirigió hacia donde estaba el equipo de música, y activó la función de la radio. A los pocos segundos, las notas iniciales del “Rocket men” de Elton John resonaban en la habitación. La canción venía a resumir el modo en que se sentía Gabriel en aquel instante, como un enorme hombre cohete capaz de llegar a la luna con Natalia a su lado. Aunque era una canción con algunos años de antigüedad, conservaba intacta esa chispa que la había convertido en un gran éxito. Y además, había permitido que Gabriel se imaginara volando por encima de la atmósfera terrestre, rumbo a la luna, sintiéndose un poco como Clark Kent cuando sobrevolaba algún lugar con Lois Lane agarrada a él.

Con una sonrisa en su rostro, Gabriel empezó a poner la mesa. Tardó poco, ya que una vez que acabó, le había dado tiempo a buscar y encender unas velas antes de que la canción terminara. La siguiente, quizás con un efecto premonitorio de cara a la cita del fin de semana, fue “Ain’t no mountain high enough”, cantada a dueto por Marvin Gaye y Tammi Terrell. Le siguió “Give a little bit” de Supertramp, y como si se tratase de un guiño del destino, Natalia regresó al salón, y Gabriel, impulsado por la energía de aquella alegre canción, la cogió de la cintura, le mordisqueó juguetonamente el cuello, y le dio un beso cargado de pasión.

Hasta que vino el repartidor con la cena, los dos estuvieron acurrucados en el sofá, a la luz de las velas, mientras la música los tenía hechizados. El sonido del timbre les sacó de aquel embrujo, y Natalia se preparó para atender al repartidor. Al final ella se había decantado por uno de los mejores alimentos de Italia: un par de pizzas. Ambos comieron sin dejar de lanzarse miradas cómplices, sabiendo que el postre a aquella cena no lo había traído el repartidor, ni estaba en la cocina: eran ellos. Así fue como, tras terminar la cena y tomarse una copa de vino, terminaron aquel día marchándose a la cama de Natalia para disfrutar del postre.

Al día siguiente, Gabriel se despertó temprano, y logró salir de la habitación sin despertar a Natalia. Le apetecía prepararle el desayuno y llevárselo a la cama. A diferencia de otros días, Gabriel se sentía raro aquella mañana. Intentaba averiguar sin éxito el por qué, mientras ponía en marcha la cafetera, y metía rebanadas de pan en la tostadora. Fue al otro baño que había en el piso, y se lavó bien la cara. Aquella sensación seguía persistiendo, y Gabriel no lograba dar aún con la tecla adecuada para averiguarla. Una vez que secó la cara, volvió a la cocina, donde pululaba el maravilloso aroma del café recién hecho. Encontró una bandeja en uno de los muebles, preparó dos tazas de café, un par de tostadas con mermelada para cada uno, y regresó a la habitación portando la bandeja. Al divisar el cuerpo de Natalia bajo las sábanas, supo por qué se sentía raro aquel día: estaba totalmente enamorado de ella.

Tuvo que apretar con fuerza la bandeja, porque casi se le escurre de las manos al saber con total certeza lo que le pasaba. La veía allí, tumbada en la cama, con su dulce y precioso rostro asomando sobre las sábanas, y no podía evitar sentir que la quería, por disparatado que fuera a pesar del poco tiempo que llevaban viéndose. Aunque el día anterior había sospechado algo, y de ahí la condición que le puso para acompañarla al evento literario, no había sido hasta esta mañana cuando había asumido totalmente su situación. La quería. Eso le asustaba, porque sus anteriores relaciones más serias, habían sido con chicas de su edad, y eso era algo más natural de sobrellevar. Y no es que la edad de Natalia le importara, para nada, pero una relación con ella suponía jugar a otro nivel, y le asustaba no dar la talla. Estaba enamorado, ansioso por jugar en aquel nivel superior, pero temía no estar a la altura con el paso del tiempo. Por irónico que pareciera, no se había planteado si ella también estaba enamorada, porque algo en su interior le decía que así era. No le habría propuesto lo del fin de semana si no fuera así, o al menos así lo pensaba él. Eso no acreditaba nada definitivo, pero era un indicio más que considerable.

Una vez que sus pensamientos volvieron al motivo por el que estaba allí de pie, se acercó a la cama y colocó sobre ella la bandeja. Se inclinó para darle un beso en la frente a Natalia, y ésta empezó a abrir lentamente los ojos, dejándose endulzar el despertar por el olor del café y el beso de Gabriel. Iba a decir algo cuando él puso un dedo en sus labios, siendo el primero en hablar:

- Buenos días encanto, no sabes lo resplandeciente que estás recién despierta.
- Eres un zalamero cariño, no sé yo si tendré muy buen aspecto ahora mismo ja ja.
- Tienes el aspecto perfecto para empezar el día, espero que este desayuno sea de tu agrado.
- Es genial, me encantan las tostadas con mermelada- cogió una y le dio un bocado-. ¿No me acompañas?
- Claro- y se sentó en el borde de la cama, cogiendo una de las tazas y dando un buen sorbo-. Sabes Natalia…esta mañana me he dado cuenta de algo.
- ¿De qué?- terminó una de sus tostadas y se quedó expectante por la respuesta.
- De que te quiero.
- Eso es…maravilloso Gabriel- Natalia sentía una gran alegría en su interior, fruto de la reciprocidad de ese sentimiento por él-. Yo también te quiero. Llevamos poco tiempo viéndonos, pero algo me decía que tú y yo…bueno, que tarde o temprano íbamos a compartir el mismo sentimiento.
- Tienes razón, esto es maravilloso. Me asusta pero es maravilloso, espero estar a la altura de lo que te mereces.
- Solamente debes ser tú mismo, es lo único que quiero. Que sigas siendo la persona que me ha maravillado hasta ahora. No me importa que tengas mil defectos que aún he de conocer, sé tú mismo.
- Lo seguiré siendo, te lo prometo- y le dio un beso en los labios, notando el sabor de la mermelada-. Me hace muy feliz saber que me quieres.
Apúntame en esa misma lista si eres tan amable.
- Así se hará, serás usuaria privilegiada. Anda, termina de desayunar, que es la comida más importante del día.
- Entonces nada como disfrutarla junto a la persona más importante del día.
- Como dijiste antes…eres una zalamera cariño.

Y ambos se echaron a reír. Una vez que terminaron de desayunar, se vistieron y salieron del piso. Ya en la calle, y después de quedar nuevamente para tapear, se despidieron. Iba quedando menos para el fin de semana, y el evento literario pondría a prueba el amor que ambos empezaban a sentir el uno por el otro. Ya en la universidad, Gabriel se dio cuenta de que no tenía nada lo bastante elegante para ponerse el fin de semana, y se preguntó si tendría una tarde a lo “pretty woman” junto a Natalia, con los roles cambiados. 


Continuará...

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