Nota informativa: Este texto que vais a leer es real y autobiográfico, ya que tuve a aquel profesor en la educación primaria, y lo he escrito para participar en el concurso de relatos #MiMejorMaestro convocado por la editorial Zenda e Iberdrola.
Gambito de maestro
Todavía recuerdo la última vez que lo vi en persona. Él iba caminando por una céntrica calle granadina, dándole vueltas en el aire a un silbato atado a una cadena. Ese movimiento era algo habitual en él cuando me impartía clases, y no me sorprendió que siguiera realizándolo aunque ya estuviera jubilado, pues gracias a eso le pude reconocer en la lejanía. Con el tiempo, y gracias a mi retorno a la lectura de cómics, me fue fácil pensar que se parecía a Thor cuando mueve su Mjölnir para entrar en acción.
Aquel día, tras haberle reconocido, me acerqué a él y le saludé. Le costó un poco reconocerme, ya que yo había cambiado un poco desde que terminé la educación primaria, y por aquel entonces estaba estudiando en la universidad. Pero al final supo quién era yo, y me agradó el hecho de que, a pesar de la incontable cantidad de alumnas y alumnos a los que dio clase durante su carrera, todavía se acordara de mí.
He de reconocer que no es fácil encontrarse a los antiguos maestros de uno mismo. Se entremezclan la alegría de ver a alguien que influyó en mi crecimiento personal y académico, pero también la tristeza de comprobar que el tiempo pasa para todos, como en una partida de ajedrez, cuando entre jugada y jugada transcurren los minutos. Porque he ahí algunos de mis mejores recuerdos con mi antiguo profesor, como son nuestras partidas sobre el tablero.
A ambos nos gustaba el ajedrez, y debido al hecho de que desarrollé una afición temprana por ese juego, y que él sabía jugar, fue inevitable terminar compartiendo tiempo juntos, en algún recreo o tarde de clase con tiempo libre, como dos peones que avanzan sus caminos en el tablero de forma solitaria, pero al final terminan colisionando. Soy incapaz de recordar quién de los dos ganó más partidas, pero eso no importa.
Confieso que, además del ajedrez, otra de las cosas que me gustaba hacer con mi maestro, era chincharle (aunque éramos varios los compañeros que nos poníamos pesados) cada vez que teníamos con él clases de educación física, para que nos dejara jugar al fútbol a mí y los demás futboleros del aula. Huelga decir el exquisito placer que nos generaba el verle aparecer ante nosotros con un balón de fútbol y su silbato inseparable, dispuesto a entrar en escena si nos pasábamos de intensos en el partido.
Pensaréis que de todo lo que he relatado, no he mencionado ningún recuerdo relacionado directamente con la enseñanza o alguna materia académica, pero no es porque él fuera un mal maestro. Sencillamente, creo que la valía de un docente está más allá de lo que pueda enseñarte en una pizarra o un manual de texto, porque al final todos somos personas, y el aprendizaje de un ser humano puede suceder a diferentes niveles. A su manera, esto es como una serie de movimientos en un tablero de ajedrez, pues una partida se puede ganar con una incontable variedad de combinaciones, las mismas que puede tener un docente para que uno de sus alumnos progrese en un sentido u otro.
Aquel día, cuando me despedí de él, tuve una extraña sensación. No sabría explicar la razón. Quizás fuera por si no volvíamos a encontrarnos nunca, quien sabe. No obstante, también me quedé satisfecho de haber vuelto a verle tras tantos años sin saber de él. Porque a día de hoy, y aunque han pasado bastantes años desde aquel último encuentro en la calle, todavía puedo recordar aquellos momentos compartidos, con o sin tablero de ajedrez, y que forman parte del rastro que Matías, mi maestro, dejó en mí.
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