Sir Daniel Childners había encendido un pequeño
farol, y se preparaba para descender a la parte inferior de su castillo.
Llevaba algunos días sintiendo una llamada interior que le era demasiado
familiar, y consideraba que era el momento idóneo para prestarle toda su
atención. A fin de cuentas, estaba llegando el momento de cumplir el ritual de
cada año, y no podía ni debía hacer caso omiso. Su familia llevaba cumpliéndolo
durante más de 400 años, y él debía perpetuar esa costumbre una vez más.
Uno a uno empezó a descender los peldaños de la
escalera de piedra que daba al pasillo inferior. La llamada se iba haciendo más
notoria a cada paso que daba, y Sir Daniel podía sentir como propia la
necesidad que emanaba del lugar de emisión. Sin duda alguna, debía cumplir a la
mayor brevedad con su cometido.
Cuando llegó al pasillo, levantó el farol para
iluminar mejor los alrededores. Se sabía el camino de memoria, y podría haberlo
realizado perfectamente a oscuras, pero les tenía un pánico ancestral a las
arañas, y le era inevitable asegurarse a través de la luz que no caminara cerca
de ellas. A cada metro que recorría movía el farol a izquierda y derecha,
alumbrando así cada recoveco de las paredes a su alrededor.
Algunos minutos después, llegó a su destino. La pesada
puerta de madera estaba cerrada, pero él siempre llevaba la llave colgada a su
cuello. Nadie debía acceder nunca a aquel lugar, salvo él y las personas que
debían acompañarle para el ritual. Tras quitarse la cadena de la que pendía la
llave, introdujo ésta en la cerradura.
Lo primero que sintió nada más abrir la puerta, fue
el frío que procedía del interior. Eso era un nuevo síntoma de que no le
quedaba mucho margen de maniobra. A lo sumo uno o dos días, pero era
recomendable no dilatar la espera. Esa habitación, a pesar de tener una
chimenea que estaba siempre apagada, era generalmente la más cálida de todo el
castillo. Pero el frío reinante allí evidenciaba la necesidad de actuar con
celeridad. Había un montón de la leña junto a la chimenea, pero no era el
momento de usarla. Aún no.
Sir Daniel avanzó unos pasos en el interior, y se
encaminó a la pared del fondo, observándola con la familiaridad de quien lo ha
hecho demasiadas veces a lo largo de su vida. No miraba toda la pared, sino el
centro de la misma. Sin duda había llegado el momento de actuar como mandaba la
tradición familiar. Acarició con una de sus manos la superficie de aquello que
miraba, y sintió un frío casi glacial.
Todo el poder que la familia Childners había tenido
en los últimos 400 años, se lo debía a lo que había en aquella habitación. Y es
por eso que no se podía descuidar la fuente de su fortaleza en la sociedad. En
esos cuatro siglos, la familia había salido victoriosa en varias guerras
nacionales, se había librado de sufrir pérdidas humanas en épocas de grandes
epidemias, así como de caer en bancarrota cuando las demás grandes familias del
país sí lo habían hecho.
Para todo el mundo era un misterio lo bien
conservado que se mantenía el castillo familiar tras haber sido atacado en
varias ocasiones. La sensación general era que no parecía afectarle el paso del
tiempo. Y así era, todo formaba parte del pacto que el primer patriarca
familiar había acometido tiempo atrás, sacando al apellido Childners del
anonimato, y colocándolo entre los más importantes de la ciudad, y
posteriormente del país.
Sir Daniel era el último miembro vivo de la familia.
Tenía 40 años, y aunque ya había conocido a una mujer con la que tenía la
intención de casarse y engendrar hijos, jamás le confesaría el ritual anual que
debería hacer hasta el resto de su vida. Únicamente transferiría esa obligación
a su descendencia, cuando ésta tuviera ya una edad adulta.
De hecho, y en la medida de lo posible, una vez que
se casara y su esposa se trasladara a vivir al castillo, se encargaría de que
nadie más salvo él y la persona escogida cada año, bajaran a aquella parte. En
la vida hay cosas tan horribles, como la que existía en aquella estancia, que
sería una crueldad inhumana compartirlas con más personas de las necesarias.
Por eso Sir Daniel jamás había permitido que ninguna de las personas que
estaban a su servicio accediesen a la parte inferior del castillo.
Tras echar una última mirada a la pared, salió de la
habitación, cerrando la puerta con llave. Regresó a la planta superior, buscó a
uno de sus criados que estuviera aún despierto, y le ordenó que le preparase un
carruaje a la mayor brevedad. Después de negarse a que otra persona lo
condujera, fue él mismo el que se puso a las riendas, haciendo galopar a los
caballos. Tardó una hora en recorrer el camino que distanciaba el castillo de
la ciudad.
Su objetivo era dirigirse a la zona donde las prostitutas
ofrecían sus servicios, situada en uno de los barrios periféricos. Pero antes
hizo una parada en su taberna favorita, ubicada en pleno corazón de la ciudad.
Por muy obligado que se sintiera a cumplir su cometido, eso no impedía que se viese
como un miserable cada vez que llevaba todo a cabo. De ahí la necesidad que
venía arrastrando en los últimos años de beberse varias jarras de cerveza en la
noche elegida para su actuación.
Cuando Sir Daniel consideró que estaba lo bastante
embotado por el alcohol, pagó su cuenta, se marchó de la taberna, y tras
subirse nuevamente al carruaje, se dirigió a la zona de las prostitutas. Dio
varias vueltas una vez que llegó al lugar, ya que buscaba una prostituta que
estuviera sola, y a cuyo alrededor apenas hubiera gente. El carruaje no llevaba
el blasón familiar, pero aun así debía evitar llamar la atención, ya que Sir
Daniel quería ser observado por el menor número de personas posibles.
Una vez que logró dar con una víctima perfecta, paró
el carruaje, se bajó del mismo, y susurró algunas frases al oído de la mujer,
que pareció sentirse tan sorprendida como eufórica por lo que le decía aquel
misterioso caballero. Ella era rubia, poco agraciada, y estaba algo gordita,
pero Sir Daniel no buscaba una gran belleza, eso poco importaba. Le dio una
bolsa cargada de monedas, la ayudó a subir al carruaje, y se marcharon de la
zona rumbo al castillo.
Ya estaba avanzada la madrugada cuando Sir Daniel condujo
a la prostituta por el pasillo inferior del castillo. Una vez que abrió la
puerta con la llave que colgaba de su cuello, ambos se introdujeron en el
interior. Él colgó el farol en una de las paredes. Ella empezó a temblar por el
frío que hacía, y Sir Daniel le dijo algo para animarla:
- Tranquila querida, pronto dejarás de tener frío, te
lo aseguro.
- Eso espero caballero. Me ha pagado el sueldo de un
año, e imagino que querrá yacer varias veces conmigo.
- Oh no, mi interés por usted no es sexual. Quiero que
observe aquella pared- dijo mientras señalaba con un gesto el lugar al que se
refería-. Lo único que quiero de usted, es que toque el cuadro que hay sobre
ella, nada más.
- ¿Un cuadro? Apenas veo nada.
- Acérquese querida, obsérvelo bien.
La prostituta se acercó a la pared, sintió más frío
que antes, y entonces lo vio. Era un cuadro oscuro. Demasiado oscuro. Parecía…desgastado,
como si alguna vez hubiera estado lleno de color, pero el paso del tiempo le
hubiese quitado vida y luminosidad. De hecho era imposible discernir qué imagen
representaba.
- No se ve nada.
- Desde luego que no, pero eso tiene fácil solución.
- No le entiendo- dijo ella mientras se volvía hacia
Sir Daniel, que metía un poco de leña en la chimenea-.
- Vuelva a observarlo.
Ella, obediente, se giró nuevamente para mirar el
cuadro. Seguía sin ver nada, y tampoco pudo reaccionar ante el rápido
movimiento de Sir Daniel, que sacó un cuchillo de una de sus botas, y tras
practicar un rápido corte en una de las manos de la prostituta, le agarró la
mano herida y la puso sobre el cuadro. Ella intentó resistirse, pero de pronto
sintió algo y se quedó paralizada. Jamás había sentido tanto miedo en su vida
como en aquel momento, en el que empezó a notar una gran succión en la herida
de su mano.
La prostituta era incapaz de asimilar nada de lo que
estaba sucediendo, y sólo pudo mirar a Sir Daniel con expresión de terror. Él
dejó de agarrarla, y empezó a caminar hacia atrás, bajando la vista hacia el
suelo. Ya sabía lo que venía a continuación, y no quería volver a ver un
espectáculo que había presenciado demasiadas veces hasta la fecha.
La succión que el cuadro ejercía sobre la mano
herida empezaba a ser descomunal. Fue inevitable y hasta lógico a juicio de Sir
Daniel, que la prostituta empezara a gritar cuando su mano desapareció en el
lienzo a consecuencia de la mayor succión. Y ella observó aterrorizada cómo el
cuadro comenzaba a adquirir color. Parecía como si se estuviera alimentando de
ella. La temperatura en la habitación estaba subiendo, y aparecieron unas
primeras llamas en la chimenea que había allí, lo cual no inmutó lo más mínimo
a Sir Daniel, que seguía mirando el suelo.
Antes de que el brazo de la prostituta desapareciera
y ella se quedara pegada al cuadro, tuvo tiempo de articular una última frase…
- ¿Qué demonios?
Sir Daniel iba a contestarle, ya que consideraba un
acto de piedad desvelarle lo que estaba pasando, pero no tenía sentido, todo
iba a acabar en cuestión de segundos. La chimenea ya albergaba una lumbre de
tamaño considerable, y el calor allí empezaba a ser sofocante. Para cuando se
atrevió a alzar la vista, la mitad del torso de la mujer estaba pegado al
lienzo, que ahora mostraba una colorida imagen. La escena era dantesca, ya que
media cabeza había sido absorbida por el cuadro, y la otra mitad estaba aún en
la habitación. Las extremidades que aún seguían allí se movían con frenesí y de
manera descontrolada.
Algunos segundos después, el espectáculo había
terminado. No quedaba rastro alguno de la mujer, que había sido absorbida
completamente. La chimenea ardía con fuerza, y el cuadro había vuelto a
recuperar su esencia, color, y vida. Sir Daniel lo observó hipnotizado, como le
pasaba siempre que ocurría aquel fenómeno. Siempre sentía fascinación por la
imagen que había allí plasmada, una representación del infierno llena de fuego,
demonios, sangre y personas humanas siendo torturadas. Y como había hecho en
cada una de las anteriores ocasiones en años pasados, contó las personas que
había allí siendo torturadas. Había una más que el año pasado. El ritual se
había completado.
Tras marcharse de la habitación y cerrar la puerta
con llave, emprendió el camino de regreso a sus aposentos, recordándose las
razones por las que continuaba con la tradición familiar. Cuatrocientos años
después, él seguía cumpliendo con el pacto que el primer patriarca Childners
había realizado con el demonio, comprometiéndose a entregar cada año una nueva
alma a cambio de poder, riqueza y el mantenimiento de la estirpe. Y le gustara
o no, el precio que debía pagar para que su linaje siguiera existiendo en el
tiempo implicaba una muerte al año.
Sir Daniel se tumbó en su cama, y volvió a sentir la
certeza de que a su muerte, acabaría en el infierno por lo que estaba haciendo
en vida. Pero el poder requiere sacrificios, y la familia Childners siempre había
pagado su tributo. Era un sacrificio nimio para un incalculable beneficio. Y
así se lo inculcaría Sir Daniel a su descendencia una vez que fuera necesario.
Era el precio de un legado.
Nota adicional: Si queréis leer sobre el nacimiento y el ascenso de la familia Childners, así como sobre el pacto que el primer patriarca hizo con un demonio, clickad aquí.