15 de mayo de 2018

Pacto tácito entre vaqueros (Parte 3 de 3)

Sin embargo, y hasta que llegara el momento de la venganza, había mucho por hacer. Entre otras cosas, Stanley estaba decidiendo qué hacer con su camarada. Pensaba cortar la soga y enterrarle, eso lo tenía claro. Pero podía adentrarse un poco más en el bosque, por si encontraba a alguna persona que viviera allí y le prestara un poco de ayuda. No era menos cierto que quizás los atacantes estuviesen descansando por la zona, aunque Stanley tenía el fuerte presentimiento de que aquellos malnacidos habrían vuelto a Rittersjäger, y justo allí iría a buscarlos. Aunque eso tardaría un poco en producirse. Lo primero era decidir qué hacer en ese momento.

Tras meditarlo un par de minutos, Stanley se enjugó las lágrimas con la manga izquierda de su camisa, y se puso en pie. Optó por buscar la piedra más afilada que hubiera por los alrededores, y una vez en su poder, la usó para cortar la cuerda del roble. Con el ahorcado ya en el suelo, Stanley le retiró la soga del cuello, e inmediatamente dejó apoyado el cadáver sobre el roble. Acto seguido, y guardando la piedra en uno de los bolsillos de su pantalón, se puso en marcha, intentando encontrar algún otro ser humano por los alrededores.

Casi había atravesado medio bosque cuando empezó a escuchar los relinchos de un caballo. Pensó que era un producto de su imaginación, debido al deteriorado estado físico en el que se encontraba. Pero se dirigió al lugar del que procedía aquel sonido, y tuvo la enorme suerte de encontrar a un tipo montando a caballo. Por suerte no era ninguno de los asaltantes de la otra noche. Al principio, y movido por su entusiasmo, Stanley se acercó con tanta brusquedad que el tipo desenfundó su revólver y le apuntó con él. Fue eso lo que devolvió a Stanley a un estado menos nervioso, haciéndole retroceder con las manos en alto.

Tras responder a algunas preguntas que le hizo aquel tipo, y que provocaron que Stanley le pusiera al día de los acontecimientos que le habían llevado allí, las cosas parecieron suavizarse. En aquellas circunstancias, y dado el pobre aspecto que ofrecía Stanley, que parecía más enfermo que peligroso, no fue difícil que el hombre del caballo sintiese compasión de la otra persona, y accediese a ayudarle con el cadáver.

Pero eso no evitó que Stanley encabezase la marcha a pie, ni que el tipo del caballo le apuntase con el revólver hasta que llegaron al roble. A fin de cuentas si un jugador quería conservar sus fichas en la partida de la vida, debía ser precavido. No obstante, cuando llegaron al roble donde estaba el cadáver, las precauciones dejaron de ser necesarias, y el hombre le reveló a Stanley que se llamaba Eugene.

Y así fue como, usando una pequeña pala que tenía Eugene en sus alforjas, Stanley y él pudieron cavar un hoyo donde enterrar al muerto. No era ni de lejos el lugar ideal para enterrar a alguien, pero no había otra opción. Con el hoyo nuevamente cubierto de tierra, Stanley dejó sobre él la soga. Pensaba volver a aquel lugar cuando todo hubiese terminado, si es que él sobrevivía a los acontecimientos, y aquella cuerda serviría de recordatorio sobre la ubicación de la improvisada tumba. Eugene y Stanley dedicaron una inclinación de cabeza a la tumba, y se prepararon para pasar la noche allí.

Stanley agradeció enormemente comer y beber algo aquella noche, ya que se sentía cada vez más débil, y reponer fuerzas de aquel modo sólo pudo ser superado por unas cuantas horas de sueño reparador. Al día siguiente, no fue necesario que Stanley pidiera ayuda para llegar a Rittersjäger, sino que el propio Eugene le ofreció montar en el caballo junto a él.

Debido a la traumática experiencia vivida con su anterior compañero de viaje, Stanley procuró no socializar mucho con Eugene, y, disculpándose por ello, tan sólo le fue dando las indicaciones necesarias para llegar a Rittersjäger. Todo el tiempo que no empleó para hablar, y que fue mucho, lo dedicó Stanley a preparar su venganza. Tenía una fuerte convicción de cómo se desarrollarían las cosas, y esperaba estar a la altura de las circunstancias.

Eugene y él Emplearon casi todo el día en llegar a su destino, pero lo consiguieron cuando la noche empezaba a cernir su manto de oscuridad sobre aquel lugar. Stanley se bajó del caballo, le pidió un último favor a Eugene, y aprovechando la ventaja que le otorgaba la oscuridad, se dirigió hacia los establos, mientras que Eugene tomó rumbo hacia el saloon.

Una vez en el interior de los establos, Stanley se sintió con energías renovadas cuando encontró allí a su caballo, junto al de su compañero muerto. No tenían marcas de haber sido maltratados, pero eso no disminuía su intensa rabia interior. El mozo de los establos apareció allí y le reconoció. Fue entonces cuando Stanley le contó lo sucedido, y le preguntó si las mismas personas que habían llevado allí esos caballos seguían en el pueblo. La respuesta del mozo fue afirmativa y contundente: estaban jugando al póker en el saloon. Eso aceleró el pulso de Stanley, que acarició el bolsillo del pantalón en cuyo interior conservaba la piedra, y supo que todo terminaría pronto, para bien o para mal.

Tras despedirse del mozo, Stanley se encaminó hacia el saloon, en cuya parte exterior le estaba esperando Eugene, tal como le había pedido. La misión de Eugene simplemente era la de evitar que cualquiera de los asaltantes que se marchara del saloon lograra huir del pueblo. Stanley le dedicó una sonrisa de agradecimiento, y se adentró en el local.

A pesar de la algarabía y la multitud de personas que había congregadas allí, no fue difícil reconocer a sus asaltantes. Estaban jugando en la misma mesa al póker junto a otras personas, y seguramente puliéndose el dinero que Stanley y su compañero les habían ganado.

Sacando la piedra del bolsillo donde la guardaba, Stanley se dirigió hacia la mesa donde aquellos malditos jugaban tan alegremente a las cartas. Uno de ellos le reconoció, pero ya era tarde, demasiado tarde. Stanley, guiado por una enorme explosión de adrenalina, actuó con una rapidez impropia de él.

Lo primero que hizo fue clavar la afilada piedra en el cuello del hombre más cercano. Acto seguido, mientras el tipo se retorcía en la silla y lo impregnaba todo de sangre, Stanley cogió la pistola que éste llevaba en el cinturón, y la desenfundó tan rápido que no dio opción a sus rivales, disparando en la cabeza de todos ellos. Stanley estaba tan poseído por la ira, que ni siquiera se percató del sepulcral silencio que súbitamente había invadido el saloon. Todas y cada una de las personas allí presentes, incluidas las que estaban sentadas en la mesa y no había matado, le miraban nerviosas.

Stanley, todavía sosteniendo en su mano el revólver que acababa de usar, cogió de la mesa la misma cantidad de dinero que le habían robado, y encontró sus alforjas colgadas en una de las sillas de los muertos. Habiendo recuperado sus pertenencias, tuvo un último instante de sádico disfrute, cuando vio al tipo apuñalado exhalar su último suspiro de vida. En sus ojos vio reflejada la sorpresa. Seguramente la misma incrédula sorpresa que él había sentido cuando les atacaron aquella noche en el arroyo.

Con paso lento pero decidido, Stanley abandonó el saloon, provocando cierta tranquilidad en las demás personas. Eugene seguía en el exterior, y en esta ocasión fue él quien le dedicó una sonrisa al otro. Stanley le dio las gracias por todo, y le ofreció la mitad de su dinero como compensación por todo. Pero Eugene no aceptó, justificando su decisión en que quizás, en otra ocasión, otra persona haría lo mismo por él si el destino le hacía una jugarreta.  

Y así fue como ambos hombres se despidieron, deseándose suerte en su camino. Eugene se internó en el saloon, cuya algarabía volvía poco a poco, y Stanley se dirigió hacia el establo. Una vez allí, se montó en su caballo, y tras decirle al mozo que se quedara el animal que había pertenecido a su amigo muerto, se marchó.

Fiel a su promesa, Stanley regresó un par de días después junto al roble donde estaba enterrado su amigo, para despedirse de él por última vez. El círculo de la venganza se había cerrado, y Stanley había cumplido su promesa de venganza, su pacto tácito entre vaqueros.

FIN

7 de mayo de 2018

Pacto tácito entre vaqueros (Parte 2 de 3)

Los vacíos de sus recuerdos se rellenaron súbitamente cuando vio al hombre de color frente a él, ahorcado en una de las ramas del roble. El tipo que había conocido jugando a las cartas, y con el que había tenido esa extraña afinidad, yacía muerto ante él. Stanley sabía ahora cómo había ocurrido lo del riachuelo, pero desconocía el por qué.

Mientras observaba con una profunda tristeza el cuerpo sin vida de aquel desafortunado cuyo nombre no había llegado a conocer, Stanley recordó que, justo a la mañana siguiente de la partida de póker, se había levantado con una resaca tremenda. Tras invertir un tiempo considerable en recoger sus pertenencias y abandonar la habitación, se despidió del dueño del saloon, encaminándose a los establos de Rittersjäger. Allí le pagó al mozo una generosa suma por haber cuidado de su caballo, y tras colocar sobre el equino la silla de montar y las alforjas, se subió sobre él y abandonó el lugar.

Una vez alcanzó la entrada del pueblo, Stanley se había encontrado con el hombre de color, que también iba sobre un caballo. Tras un movimiento de sus cabezas a modo de saludo, tuvieron una breve charla. Aunque sus destinos eran diferentes, durante gran parte del viaje debían ir por el mismo camino, así que era agradable para ambos la idea de hacerse compañía. Y a pesar de que no se habían presentado formalmente, se marcharon juntos de Rittersjäger. Stanley pensaba ahora en el error que cometió al no preguntarle cómo se llamaba, pero en su momento había pensado que tarde o temprano se produciría una presentación. Quizás en el momento de tomar caminos distintos, pero cómo iba a saber él lo que ocurriría…

Ni Stanley ni su compañero de póker y viaje se percataron de que, al abandonar el pueblo, estaban siendo observados por un grupo de varios hombres. Dichos tipejos, llenos de rabia por haber perdido una considerable suma de dinero en la partida de la noche anterior, se habían aliado con el fin de recuperar sus ganancias, y para ello atacarían a aquel negro indigno no sólo de entrar a un saloon, sino de montar a caballo. Si tenían que matarle, lo matarían, y nadie se arrepentiría por ello.

La idea acordada por el grupo era seguirle a una distancia prudente, y emboscarle en pleno desierto y no en el pueblo. No querían ser vistos por nadie, ni por consiguiente ser interrogados o encarcelados por las autoridades locales. El plan no contaba con el hecho de que habría otra persona en la ecuación, que además también les había desplumado. Pero el resentimiento no iba dirigido contra él, sino que las motivaciones violentas estaban fundamentadas por el color de la piel y los privilegios de los que gozaba alguien que debía servir como esclavo y no transitar libre como un conejo de campo.

Y fueron transcurriendo las horas mientras Stanley y su compañero cabalgaban con calma y estaban enfrascados en conversaciones triviales, al tiempo que sus perseguidores no les perdían ojo desde la distancia. El día fue avanzando lenta e inexorablemente. Hubo tiempo de que ambos grupos de personas parasen a comer, para posteriormente reanudar la marcha.

Ya avanzada la tarde, Stanley y su compañero avistaron el riachuelo, y deseosos de refrescarse tras el fatigoso viaje, acordaron pasar la noche allí. Aquella decisión selló el destino de ambos, pero teniendo tras de sí a esos perseguidores cuya presencia ignoraban… ¿acaso otra elección habría cambiado las cosas? Seguramente no. Pero ya se sabe cómo es la mente humana, que ansía aferrarse al recuerdo de las malas decisiones para martirizarnos por cómo devienen las cosas.

Al tiempo que Stanley se debatía sobre cómo bajar del roble al muerto, se le iban agolpando en la mente los últimos sucesos que vivió antes de quedar fuera de combate. Cuando él y su compañero se disponían a cenar, fueron asaltados por un grupo de tipos violentos. Uno de ellos le propinó al hombre de color un golpe tan violento con la culata de un revólver, que Stanley vio cómo le saltaban algunos dientes de la boca.

A pesar de la escasa luz natural que quedaba en el cielo, Stanley pudo reconocer a un par de los asaltantes. Eran tipos a los que había desplumado al póker la noche anterior. En su momento no le había dado importancia, ya que por su propia experiencia como jugador, unas veces se gana y otras se pierde, y jamás había sido atacado por esa causa. Pero la sorpresa de ser asaltado por aquellas personas era dolorosa.

Instantes antes de que él les dijera que podían quedarse el dinero si eso buscaban, sintió un fuerte impacto en su cuello que le dejó noqueado. El resto no era difícil de imaginar. Tras comprobar que él no representaba amenaza alguna, ni en aquel momento ni a largo plazo al robarle el caballo y sus pertenencias, los asaltantes se marcharon de allí con el compañero de Stanley y los caballos. El colofón al ataque estaba justo delante de Stanley.

No era el primer ahorcado que veía en su vida, pero sí la primera vez que se sentía vinculado a la persona cuya vida había sido extinguida contra su voluntad. Stanley no pudo evitar derrumbarse entonces, cayendo al suelo de rodillas, y dejando que sus lágrimas manaran de sus ojos en abundancia. La tristeza por lo sucedido dominó sus pensamientos durante un rato, cediendo paso a la frustración por no haber cambiado el desenlace de las cosas.

Una ligera corriente de aire provocó el balanceo del muerto, y los sentimientos de Stanley iban tornándose más oscuros entonces. Ya no sentía solamente pena y frustración, sino que en su interior se iba abriendo paso una sensación que hacía mucho tiempo que no albergaba: la ira. Stanley apretó con fuerza sus puños, y, sin dejar de mirar al compañero caído, le hizo mentalmente una promesa. No descansaría hasta vengar aquella atrocidad.

Podía aceptar que le robaran, que le golpearan, e incluso que le dejaran inconsciente. La vida en el oeste no era fácil y formaba parte del juego. Pero lo que Stanley no iba a tolerar, era el asesinato de una persona que no había hecho nada para merecerlo, y cuyo final había sido tan cruel. Puede que no conociera el nombre de aquel hombre, pero habían compartido camaradería y complicidad aquellos días. Iban encaminados a forjar el inicio de una buena amistad, y aquello convertía las cosas en algo muy personal.

Para Stanley, la obligación de vengar aquel daño era imperiosa, y pensaba llegar hasta el final. Aunque no estuviese escrito en ningún lugar, cuando un camarada era asesinado, debía ser vengado. Era un pacto tácito entre vaqueros, y Stanley dedicaría todo su empeño en resolver aquello. Se arrepentirían de haberle dejado con vida.