Hola estimad@s loc@s, os traigo la primera parte de este relato que ya os presenté, y donde podréis ver las primeras piezas del puzzle. Espero teneros atrapados, y despertaros la sensación de formar parte de esta historia, y no solamente estar asistiendo a ella como espectadores lejanos.
Sin más espera, y para que no os gane la impaciencia, es un placer presentaros la introducción, que ha corrido a cargo de un servidor, José Carlos García.
Proyecto fobia: Introducción
Octubre de 1988...
En el sótano del
psiquiátrico Clarkson resonaban los gritos de un hombre. En cualquier otro
lugar, esos gritos habrían asustado a todo oyente. Pero el psiquiátrico
Clarkson no era una institución corriente, ni tampoco lo eran las
investigaciones que allí se realizaban. Tampoco parte del personal que
trabajaba allí era normal, empezando por su director, el doctor August
Remprelt, que en ese momento se encontraba en una de las habitaciones del
sótano provocando esos gritos.
El psiquiátrico Clarkson
se ubicaba en un gigantesco edificio de ladrillos que en su día había albergado
el hospital municipal de la ciudad. Dicho edificio había sido inaugurado en
1955, y el hospital se había trasladado a otras instalaciones más modernas en 1980.
Desde aquel traslado, el edificio había quedado en desuso hasta 1983, cuando la
corporación “Midland” adquirió la propiedad, instalando allí el psiquiátrico.
Desde 1983 a 1985, el psiquiátrico se ganó una enorme reputación en el condado,
siendo un lugar muy solicitado, donde no faltaban pacientes. Con mayor
frecuencia, y con el paso de los años, empezaban a llegar presos condenados por
la justicia a recibir tratamiento psiquiátrico. Fue entonces, con la incesante
llegada de esos condenados, cuando el doctor Remprelt vio una increíble
oportunidad de desarrollar un estudio pormenorizado de la mente humana, que él
denominó: Proyecto Fobia.
Si el doctor Remprelt le
hubiera expuesto su proyecto a alguien ajeno al psiquiátrico, le habrían
sugerido que durante unos meses dejara de ser doctor para ser un paciente más.
El “proyecto fobia” tenía por fin potenciar los miedos de los pacientes, para
realizar un estudio de sus reacciones, así como de su funcionamiento cerebral
en situaciones límite. Para el doctor Remprelt, el miedo era algo sumamente
poderoso, y la capacidad de causar esa sensación en cualquier persona, le hacía
sentir hambriento de estudio y experimentación. Y esos pacientes enviados al
psiquiátrico por la justicia, podían suponer una importante fuente de
conocimiento para el proyecto.
El método para averiguar
los miedos de los pacientes era meticuloso. El doctor Remprelt tenía por costumbre recibir a todos los pacientes llegados al psiquiátrico por la vía
judicial, y tener una charla con ellos en su despacho. Esa charla tenía dos
fines; por un lado, tratar de crear un vínculo de confianza con el paciente, y
por otra parte, analizar a conciencia el comportamiento del paciente
entrevistado. Tras esas charlas, Remprelt ideaba el momento y lugar para inyectar
a sus pacientes “pentotal sódico”, conocido como el suero de la verdad. Ese
suero era una de las armas más poderosas que tenía Remprelt, ya que una vez que
hacía efecto en los pacientes, éstos respondían a cualquier pregunta formulada.
Para Remprelt, que era
aficionado al ajedrez, el proceso de la presentación, la entrevista inicial, y
la ideación de un plan de ataque, le recordaba a las primeras jugadas hechas en
el tablero de ajedrez, que obedecían a un posicionamiento estratégico de ataque
o defensa. Una vez posicionadas las piezas, y ya con conocimiento del punto
débil del adversario de turno, a Remprelt le quedaba la última fase de la
partida: atacar buscando romper la defensa rival y dar jaque mate. En esta
última fase, había que decidir de qué manera y con qué recursos iba Remprelt a
valerse del miedo ajeno para lograr los resultados de su estudio. Por suerte, y
para desarrollar el “proyecto fobia”, se había adaptado el sótano del
psiquiátrico a las necesidades del mismo. En dicho sótano se ubicaban una
pequeña farmacia, un laboratorio, un despacho secundario para el doctor, cuatro
celdas pequeñas y acolchadas para aislar a los pacientes, un amplio almacén, y
dos habitaciones que Remprelt disfrutaba llamando “las salas de fobias”. Era en
estas últimas estancias donde se producía la mejor parte del espectáculo.
Adoptando el diseño de las salas de interrogatorio policial, las salas de
fobias tenían un enorme cristal que ocupaba la mayor parte de una de las
paredes. Esos cristales parecían espejos desde el interior, pero permitían que
las personas presentes en el otro lado, pudieran observar la ejecución final
del proyecto.
Remprelt se había
decidido a experimentar con los condenados por un juez al psiquiátrico, y no
con otros pacientes. Había varias razones para esta decisión. La primera
obedecía al hecho de considerar que estos condenados ya habían defraudado a la
sociedad, aunque realmente pudiera tratarse de personas cuya cordura fuera
mínima y que realmente hubieran obrado sin una auténtica maldad. Eso daba
igual, habían hecho cosas por las que la justicia había decidido enviarlos al
prestigioso Clarkson, y Remprelt consideraba que el aliciente añadido era poder
hacerles pagar a ellos el daño realizado a la sociedad, incluso si a él no le
había conmovido lo más mínimo. Esta línea de pensamiento era una capa
protectora que Remprelt había diseñado en su cabeza, para justificar lo que
hacía en nombre del progreso científico. Aunque siendo honesto consigo mismo,
Remprelt había puesto en marcha su proyecto para alimentar no solamente su
poder sobre otras personas, sino también su fortaleza mental. No había tenido
una infancia fácil, y eso le había marcado para siempre. Su infancia, su
posterior paso por la facultad de medicina, y sus primeros pasos en la exploración
de los miedos, habían trazado con el tiempo la otra razón de no usar los
pacientes comunes del psiquiátrico.
Esa razón era sencilla:
experimentar con gente que no tuviera problemas con la ley, hacía que si algo
salía mal pudiera investigarse a fondo todo el asunto. Y Remprelt había estado
cerca de ser descubierto tiempo atrás, cuando experimentó con su primer
paciente tras licenciarse en la facultad. Había escogido a alguien cercano y por
quien sentía un profundo odio, y se había ensañado tanto con él, que el
festival de gritos que provocó alertó a toda la gente de los alrededores. Por
suerte Remprelt había tomado algunas precauciones y logró escapar sin ser visto,
y sin que jamás recayeran sospechas sobre él. Pero aquello le había puesto
alerta: había que ser más selectivo. Y aunque los pacientes condenados pudieran
tener familia, si alguien les echaba en falta al final del período de
internamiento, siempre sería fácil simular un suicidio o inventarse cualquier
ardid para justificar lo que les hubiera pasado.
No todo el mundo
sobrevivía a la fase final del proyecto, y Remprelt había aprendido a cubrir
bien sus pasos en esas situaciones. Afortunadamente, no estaba sólo en ese
proyecto. Un pequeño grupo de trabajadores del psiquiátrico le ayudaba en todo
momento, y ejecutaban su labor con precisión y enorme dedicación, atrapados
todos ellos por el enorme carisma e influjo de Remprelt. Sin ese grupo de
trabajadores, los demás hombres y mujeres que trabajaban en el psiquiátrico
habrían descubierto todo, o al menos una parte de lo que pasaba en los sótanos.
Aunque esa zona había sido aislada acústicamente cuando se habilitó para el
proyecto (algunos de los pacientes gritaban con una potencia inmensa en las
salas de fobias), siempre había un miembro del equipo de Remprelt vigilando el
acceso principal por si alguien intentaba curiosear. No obstante, y por si
fuera poco, sólo había dos llaves para entrar por ese acceso: la de Remprelt, y
la que se iban pasando quienes estaban de guardia. El otro acceso al sótano,
era a través de un pasadizo secreto ubicado en el despacho principal de
Remprelt, y cuya existencia solamente conocía él.
El hombre que gritaba en
el sótano había estado así hasta que se le acabaron las fuerzas. Remprelt había
realizado en una de las salas de fobias una de sus sesiones de hipnosis, y si
hubiera podido escuchar el sonido al otro lado del espejo, se habría deleitado
con los aplausos de los trabajadores que habían visto el espectáculo. A pesar
del esperado agotamiento del paciente, que se encontraba atado con correas a una
camilla, la sesión había ido bien, y Remprelt terminó dedicándole una sonrisa
enorme y maliciosa al espejo y sus espectadores.
Continuará...
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