30 de enero de 2016

Los archivos de Mongabay: Encuentro con el Amo de la lluvia

Abril de 1949

Hacía una espléndida mañana primaveral, y Peter Mongabay se encontraba de pie en sus despacho, observando la calle desde su ventana mientras se fumaba un cigarrillo. Aunque hacía casi un año que había abierto su oficina de investigador privado, no se podía decir que estuviera muy solicitado. Los casos le llegaban con cuentagotas, y por ello Mongabay no se permitía pensar más allá de la subsistencia económica. Las ganancias de sus casos le daban lo necesario para pagar las facturas, comer algo cada día, y darle una pequeña paga a su secretaria, Nancy Bonet. Pero eso era todo.

De hecho, Mongabay llevaba algunas semanas dándose cuenta de que, de seguir las cosas como estaban, tendría que prescindir de algunos gastos extra, a escoger entre el bourbon y los cigarrillos, y una malsana parte de su cabeza le animaba a prescindir antes de la comida que de sus pequeños vicios. Sin embargo, no dejaba de levantarse cada mañana con el ánimo de revertir su situación y no tener que llegar al extremo de privarse de nada.

Por otra parte, los casos que le llegaban y acababa aceptando eran aburridos. Algunos eran para descubrir infidelidades, otros para investigar pequeños robos, y también destapaba estafas a pequeña escala. Irónicamente, Mongabay empezaba a extrañar los tiempos en que fue soldado, a pesar de que el mayor trofeo que trajo consigo de la guerra en Europa, junto a un corazón púrpura, fue una enorme cicatriz que le recorría medio cuerpo. Se sentía hambriento de grandes desafíos a su inteligencia. Y aunque él no lo supiera, aquella mañana le iba a traer un gran desafío. Uno más grande del que hubiera deseado.

Todo empezó cuando Mongabay, que estaba terminando su cigarrillo, vio a un tipo corriendo por la calle, moviendo los brazos en el aire como si intentara espantar algún pájaro que sólo él podía ver. El tipo parecía enloquecido, y correteaba por todos lados, provocando que varias personas se apartaran de su trayectoria para evitar cualquier choque, y que más de un coche hiciera un brusco cambio de dirección para no atropellarle. Aquel tipo se adentró en el edificio donde Mongabay tenía su oficina, y el detective empezó a reírse. Había recordado que dos plantas por debajo de la suya, había una consulta dirigida por un psiquiatra, y pensó con malicia que esa mañana el comecocos iba a tener mucho trabajo que hacer. Sin embargo, su risa se cortó en seco cuando varios minutos después, escuchó el timbre de su oficina, seguido del sonido de los tacones de Nancy al ir de su escritorio a la puerta. Después de todo, el psiquiatra no tendría tanto trabajo. No con aquel tipo.

Nancy abrió la puerta de la habitación de Mongabay, y anunció que un señor quería verle. Mongabay le hizo una señal afirmativa a su secretaria, y el tipo de la calle hizo su entrada. Lo primero que le sorprendió fue ver que, pese a la soleada mañana que hacía en el exterior, el tipo estaba totalmente empapado. El instinto del detective le hizo ver que debía ser una persona adinerada, porque vestía un traje de calidad hecho a medida y unos elegantes zapatos, pero todo estaba mojado. Y ese detalle era curioso. Parecía que aquel hombre hubiese sido víctima de un chaparrón de proporciones épicas, y eso, unido al pelo enmarañado que presentaba, le confería un aspecto de desequilibrado mental.

Hasta su mirada iba de un lado a otro, como si tuviera miedo de algo que Mongabay no alcanzaba a observar a su alrededor. Finalmente, tras unos segundos de silencio, el detective cerró la puerta y le indicó al hombre que tomara asiento, haciendo lo propio para situarse frente a él.

- Cuénteme caballero, ¿cómo se llama y qué le trajo a mi oficina?- preguntó Mongabay, que intentaba reunir algunos datos de su visitante.
- Me llamo Elmer Trentwood. Acudo a usted señor Mongabay, porque hace poco ayudó a un amigo mío con una estafa, y él me dijo que quizás podría usted socorrerme si alguna vez lo necesitaba- mientras hablaba, empezó a frotarse las manos sin descanso-. Pues bien, ese momento ha llegado. Necesito seriamente la ayuda de alguien, me estoy volviendo loco a medida que pasan los días, y no sé a quién acudir ni qué hacer para solucionar mi problema. ¿Me ayudará? ¿Oh por Dios, me ayudará señor Mongabay?- el tono en esa última pregunta reflejaba la angustia y desesperación que sentía.
- Haré lo que pueda señor Trentwood, aunque antes necesito saber cuál es su problema, y de qué modo quiere que le ayude a solventarlo, porque si teme volverse loco, y no se ofenda por lo que voy a decirle, hay un psiquiatra dos plantas más abajo.
- No me ofendo, pero si he acudido a usted- y continuaba frotándose las manos de tal modo que Mongabay pensó que acabaría saliéndole humo de ellas-, es porque necesito que alguien investigue lo que me pasa, y un psiquiatra se limitaría a hacerme creer que todo es fruto de mi imaginación, cuando sé bien que nada de esto son imaginaciones mías. ¿Me comprende señor Mongabay?
- Sí señor Trentwood- aunque pensaba que poca ayuda podría ofrecerle-. Le escucharé y veré si puedo serle útil o no cuando me cuente su historia- en este punto el detective abrió un cajón de su escritorio, sacando un par de vasos y una botella de “Jim Beam”-. ¿Un trago?
- Sí, se lo agradezco.
- Esto le calmará un poco- y Mongabay echó una generosa ración de bourbon en los dos vasos, dejando la botella en la mesa y cerrando el cajón-. Adelante, cuéntemelo todo, sin ahorrarse ningún detalle.
- Está bien, por dónde empiezo…ah sí- y Trentwood se bebió de un trago el contenido de su vaso-, por la pregunta más importante. ¿Ha oído hablar usted del Amo de la lluvia?

Mongabay hizo un gesto de negación, y Trentwood empezó a contarle todo lo que sabía, así como el motivo de su desesperada visita aquella mañana. Incluso le contó por qué estaba empapado. ¡Qué historia más insólita!

Todo había comenzado cuando Trentwood, que era profesor de historia en la universidad, y dueño de una librería dedicada al comercio de libros raros, recibió un extraño paquete en su casa. Aunque el término correcto no era recibir, sino “encontrar”, ya que alguien había dejado ese paquete dentro de su buzón. No había nada en el envoltorio que informara de la identidad del remitente, y no podía haberlo dejado allí el cartero, ya que Trentwood revisaba su buzón varias veces al día, y aún faltaban unas horas para que el cartero pasara por la zona aquel día. Intrigado, Trentwood cerró el buzón, regresó al interior de su casa, y se fue a su estudio, donde abrió el paquete. Una vez retirado el envoltorio, observó con gran interés su contenido, un libro titulado “El Amo de la lluvia”, y cuyo autor no figuraba. Jamás había oído hablar de ese título. No se trataba de un libro cualquiera, y eso lo confirmaba su cubierta de piel oscura, y un detalle que le hizo sentir escalofríos: la cubierta estaba mojada, y la totalidad del envoltorio estaba seco. ¿Cómo podía ser posible?

El teléfono había sonado en la cocina, sacándole de sus pensamientos, y tras coger la llamada, había tenido que irse a la universidad para hacer una sustitución urgente. Algunas horas después regresó a casa, y decidió echarle un vistazo a aquel libro. Sólo pensaba dedicarle unos minutos a esa tarea, pero la lectura le tuvo hipnotizado durante varias horas.

En el libro se citaba el desconocido origen del Amo, que tenía un aspecto cambiante y había enloquecido a muchas personas a lo largo de los siglos, siendo imposible establecer una fecha que sirviera de punto de partida a su primera aparición. Era un ser que tenía una gran presencia en los sueños de sus víctimas, donde daba muestras de un dominio apabullante de todo fenómeno relacionado con el agua o la meteorología. Pero también era poderoso en la realidad. Generalmente anunciaba su llegada mediante la lluvia, dando igual el lugar donde estuviera situada su víctima, que a partir de entonces iba entrando sin remisión en el reino del Amo. Los sueños eran tan reales que costaba distinguirlos de la realidad, contribuyendo así a la imposibilidad de discernir qué era real, y qué era producto del subconsciente.

El dato más curioso, lo suponía el hecho de que no constara ni un suicidio entre las víctimas, ya que el gran alimento del Amo era la locura, y por ello desquiciaba la mente de cada persona ante la que aparecía. Eso sí, obraba de tal modo que les bloqueaba todo deseo de quitarse la vida.  Otro dato destacado lo suponía el hecho de que, tras la aparición del Amo, cada persona había reaccionado de manera distinta dentro de su locura, eludiendo todo contacto con el agua, encerrándose a cal y canto en alguna habitación o escondite, o gritando con creciente pánico cuando se empezaba a vislumbrar un día tormentoso. Toda la lectura había sido tan absorbente como llena de momentos que le pusieron a Trentwood la piel de gallina. El punto en el que más miedo sintió, fue tras leer el siguiente pasaje del libro:

“Al despertarse, cada víctima se encontraba mojada, como si hubiera llovido en su cama o el lugar donde hubiese dormido, y era entonces, una vez que dejaba un rastro visible, cuando ya no había demasiada esperanza de escapar a su influjo”.

Aquellas palabras habían perdurado en su cabeza cuando logró cerrar el libro, y no consiguió dejar de pensar en ellas mientras cenaba. Sólo cuando se quedó dormido dejó de pensar en aquel pasaje, pero su mente aún tenía mucho que sufrir aquella noche…

En este punto, Trentwood le hizo una señal a Mongabay para que le echara otro trago de bourbon, y se lo bebió igual de rápido que el anterior. Entonces Trentwood se levantó de la silla, y empezó a dar paseos en círculo por la habitación, mientras retomaba su relato…

Su sueño se había desarrollado en una verde pradera, donde era tan de noche como en la realidad. Él miraba asustado a su alrededor, sin ver nada más que la hierba que le llegaba a la cintura, y que se enroscaba en sus piernas de tal forma que no podía moverse. Hacía un frío glacial, y empezó a frotarse los brazos con fuerza, intentando sentir algo de calor. Un trueno resonó con fuerza en el cielo, y empezaron a caer finas gotas de agua sobre su cabeza. Con el paso de los segundos, las gotas eran más contundentes y caían con gran rapidez. Al cabo de un par de minutos, otro trueno se acompasó al sonido de la lluvia, y Trentwood sintió cómo empezaba a inundarse el terreno sobre el que estaba, hasta llegar a la misma altura que la hierba. Estaba aterrorizado, deseando que aquello no fuera más que una jugarreta de su subconsciente. Una catarata de relámpagos puso algo de luz sobre la noche, y entonces lo vio, y supo que ni siquiera la muerte le libraría de lo que sus ojos estaban observando…


Ahí fue cuando Mongabay se olvidó de que tenía intacto su vaso lleno de bourbon, y se lo bebió de un trago. Trentwood seguía andando en círculos, y había empezado a tirarse del pelo. Mongabay se levantó de la silla, se acercó a Trentwood con intención de calmarle, y vio en sus ojos la locura más absoluta. Entonces Trentwood le puso sus manos sobre los hombros, y contó lo que había visto…

Empezó a flotar en el aire parte del agua que había a su alrededor, materializándose en una figura que tenía tres veces el tamaño de un hombre de considerable estatura. Pero no se trataba de ningún hombre…no al menos de este planeta. Su rostro parecía una mezcla de pulpo en los ojos y el color de piel, y cocodrilo en cuanto a su boca y dientes, y aunque llevaba abrochada una enorme chaqueta de cuero, se podían atisbar en su interior unos monstruosos brazos o extremidades que se movían de tal forma que la chaqueta adoptaba surrealistas formas. La lluvia se convirtió en granizo, y aquel ser se fue acercando hasta Trentwood, abriendo las fauces al mismo tiempo que su abrigo, y Trentwood cerró los ojos ante semejante horror. Deseó que aquello fuera un sueño, y todo quedó en silencio. El frío desapareció, y cuando abrió los ojos, estaba en su cama y era de día. Empezó a dar gracias a Dios por estar de nuevo en la realidad, pero al incorporarse en la cama vio algo que le heló la sangre: todo en su habitación, excepto él, estaba mojado. Entonces recordó nuevamente aquel pasaje, y asimilando lo que significaba aquel despertar, empezó a gritar como un poseso.

Tras salir temblando de la cama, había ido a buscar el libro, que seguía donde lo dejó, con su cubierta mojada. Inmerso en un mar de dudas sobre lo que hacer, se puso ropa de calle, telefoneó a la universidad para avisar de que no iría aquella mañana, y decidió visitar a algunos compañeros comerciantes, con los que cerraba muchos negocios de ventas y adquisiciones para su librería. Se llevó el libro consigo, y tras visitar a todos los comerciantes que había podido localizar, ninguno había oído hablar jamás de “El Amo de la lluvia”, ni tampoco habían visto un libro con la cubierta permanentemente mojada. De hecho la mayor parte de aquellas personas a las que visitó, le tomaron por un bromista que previamente había mojado la cubierta para gastarles alguna broma.

Decidido a seguir buscando más información, Trentwood se marchó a su librería, dándole el resto de la semana libre a su empleado, y se encerró en su interior, convencido de encontrar alguna referencia al Amo en alguno de los innumerables libros raros que poblaban las estanterías. Desde el mediodía hasta la medianoche, y sin soltar de una de sus manos el libro de Amo, Trentwood había hojeado con frenesí cada libro que le había parecido de interés para su búsqueda. No comió ni bebió nada, y ni siquiera hizo una pausa para fumarse un cigarrillo o tomar algo de aire fresco. Sobre las dos de la madrugada, y presa de un cansancio extremo, se quedó dormido sobre el mostrador, con la cabeza apoyada sobre una montaña de libros abiertos, estando entre ellos el del Amo. Aquella noche, volvió a repetirse el sueño de la anterior, con dos diferencias. En primer lugar, Trentwood no había despertado en su habitación, sino en la librería. Y en segundo lugar, que todo a su alrededor, sin excepción, estaba mojado, incluido él y toda su ropa. Así que, preso de la locura más incontrolable, había salido corriendo de la librería, dejando allí el libro del Amo, y con la oficina del detective como destino. El resto de la historia no hacía falta contarla.

Entonces Trentwood dejó libres los hombros de Mongabay, y éste, que pese al magnífico y detallado  relato no quería creer nada de lo descrito, empezó a hablar:

- ¿De qué modo quiere que le ayude señor Trentwood? Su historia es…como poco extraordinaria, inquietante y tenebrosa. Y si todo es cierto, su tren al mundo de la locura ha cogido una velocidad endiablada- por mucho que Mongabay quisiera ayudar a aquel tipo, seguía sin dar crédito a su historia-. ¿Qué puedo hacer por usted?
- Acompañarme a mi librería señor Mongabay, para observar lo acontecido en su interior, y lo más importante, para examinar el libro, si es que aún sigue allí. Al marcharme de manera tan precipitada no cerré la puerta, y temo que alguien se haya llevado el maldito libro- mientras Trentwood decía esto, se sacó la cartera del interior de su chaqueta, ofreciéndole 300 dólares al detective, una considerable fortuna dada su precaria situación laboral-. Son suyos si acepta acompañarme y echar un vistazo, ¿me ayudará?
- Está bien señor Trentwood- respondió resignado Mongabay, maldiciendo su suerte y cogiendo los 300 dólares-. Vayamos abajo, iremos a su librería en mi coche.

Así fue como, tras salir de la habitación y despedirse de Nancy, Mongabay y Trentwood bajaron a la calle, se subieron en el viejo Pontiac del detective, y se dirigieron a la librería. Para sorpresa de ambos, no había nadie en el interior, pero sí un fuerte olor a humedad. Absolutamente todo allí estaba mojado, no había ni una estantería, ni un libro, ni una lámpara, ni cualquier otro objeto que no lo estuviera. A partir de ese momento, Mongabay empezó a sentirse incómodo, ya que el relato de Trentwood iba adquiriendo veracidad. Demasiada veracidad.

Fueron avanzando con cautela por el interior de la librería, y Trentwood se dirigió al mostrador, rebuscando entre la montaña de libros que había allí, y sacando uno de piel oscura. El pulso de Mongabay empezó a acelerarse, cogiendo un ritmo alarmante cuando observó más de cerca ese libro, que estaba muy mojado. Sintió un escalofrío cuando sus dedos acariciaron la cubierta. No podía ser cierto. Nada de eso podía ser verdad, debía ser un montaje, una broma muy pesada que alguien quisiera gastarle a Mongabay. Si era así, no había nada de gracioso en aquello. Trentwood le propuso algo, sacando una nueva cantidad de dinero de su cartera:

- ¿Ahora me comprende señor Mongabay? Nada de lo que le conté era mentira, usted mismo está comprobándolo ahora. Si acepta quedarse un rato leyendo el libro, le daré otros 300 dólares, y si me hace compañía aquí dentro hasta mañana, le daré más dinero. Yo intentaré leer más libros hasta que el cansancio me derrote. Estoy desesperado, y sólo quiero comprobar si en compañía de alguien estoy a salvo del Amo, o si ya no tengo salvación alguna. Quédese hasta mañana, se lo ruego- y Trentwood se puso de rodillas, provocando que Mongabay se sintiera entre la espada y la pared.
- No haga eso por favor- Mongabay seguía intentando convencerse de que aquello no era más que una broma orquestada por alguien, y con esa línea de pensamiento se dijo que podía quedarse hasta el día siguiente, en gran medida si sus ingresos aumentaban de nuevo-. Está bien, me quedaré hasta mañana. Pero procure traerme una botella de bourbon, y algo de comida para los dos.
- ¡Gracias! ¡Alabado sea usted! Voy enseguida a comprar lo que ha pedido, quédese hojeando el libro.

Trentwood salió a la calle, y Mongabay tomó asiento tras el mostrador. Acto seguido, empezó a leer el libro. Nunca jamás había leído algo que le aterrorizara tanto. Cada letra, cada palabra y cada línea despertaban en su interior el terror más absoluto, pero también le tenían atrapado, evitando que sintiera el deseo de levantar la vista. Sintió un alivio inmenso cuando Trentwood regresó una hora después con el bourbon y la comida. Los dos comieron a pesar de tener el estómago cerrado por la angustia, y se bebieron entera la botella. Después, mientras Trentwood se puso a leer algunos libros, Mongabay continuó con su aterradora e hipnótica lectura. Y así, enfrascados en lo que hacían, les sorprendió la medianoche.

Trentwood no pudo evitar quedarse dormido, y Mongabay, que había logrado soltar por segunda vez el libro del Amo, se esforzó al máximo por mantenerse despierto, encendiendo las pocas luces que aún estaban apagadas. El éxito de aquel esfuerzo se vio correspondido con una invitación al paraíso de la locura. Sobre las dos de la madrugada, mientras Trentwood seguía dormido, empezó a llover con fuerza en la calle. Mongabay se puso nervioso, y empezó a temblar cuando un trueno resonó con fuerza. La puerta de la librería salió despedida hacia la calle, y una gran nube penetró en el interior. De la nube surgieron pequeños rayos que se dirigieron a cada lámpara de la biblioteca, haciendo estallar todas las bombillas, y dejando el lugar sumido en la más absoluta oscuridad.

Mongabay saltó sobre el mostrador, intentando acercarse a Trentwood, pero se detuvo cuando empezó a llover sobre él y le invadió una corriente de aire frío. Sin saber muy bien qué hacer, rebuscó nervioso entre sus bolsillos, hasta encontrar su encendedor. Lo sacó y puso una mano encima para que no le cayera agua. Cuando logró encenderlo deseó no haber tenido aquella idea. La nube estaba sobre su cabeza, y se dirigía hacia Trentwood. Era como si alguien estuviera controlando los hilos de una marioneta, pero en vez de un muñeco de trapo, lo que se movía era una nube. Nada de eso podía ser real. La nube empezó a aumentar de tamaño, abarcando la totalidad de la librería en cuestión de segundos. Entonces la lluvia empezó a caer por todos lados y con tanta violencia, que empezó acumularse en el suelo, inundándolo todo. Mongabay seguía parado observando el espectáculo a la luz de su mechero. Lo último que pudo ver antes de perder la conciencia, fue una figura que empezaba a materializarse frente a Trentwood, surgiendo del agua que inundaba la librería.

Cuando Mongabay se despertó, estaba en una cama de hospital, y Nancy lo observaba desde una silla. Él le preguntó qué había pasado, y su fiel secretaria le informó de ello:

- Te encontraron hace una semana en la librería del señor Trentwood, inconsciente. Él estaba gritando de tal modo que la gente de los alrededores se asustó y llamó a la policía. Y cuando llegaron algunos agentes, os encontraron a los dos calados hasta los huesos. A ti te trajeron a esta habitación, y al señor Trentwood…bueno, lo llevaron al psiquiátrico de las afueras de la ciudad. ¿Qué pasó aquella noche Peter?
- Por tu propio bien jamás lo sabrás Nancy, y ojalá yo lo olvide con el paso del tiempo- entonces un pensamiento asaltó su mente-. Sabes si… ¿encontraron un libro de piel oscura en el interior de la librería?
- Me temo que eso es imposible Peter, la librería se incendió el mismo día que os sacaron de allí. A decir verdad…tenéis suerte de estar con vida los dos.
- Un incendio eh…eso enterrará todo indicio del Amo.
- ¿Cómo dices Peter?
- Nada, olvídalo Nancy. Gracias por estar a mi lado. ¿Me traes un café?
- Sí, enseguida regreso.

Y cuando Nancy iba a salir de la habitación, Mongabay le hizo una última pregunta:

- Nancy… ¿sabes si desde que me ingresaron en el hospital, alguna mañana han encontrado mojada la habitación?
- No Peter- y ella lo miró como si se hubiera vuelto loco-, no sé a qué viene esa pregunta, pero no.

Entonces Nancy, tras unos segundos de tenso silencio, se marchó, y Mongabay lanzó un enorme suspiro de alivio. No pudo evitar sentir lástima por Trentwood, que jamás volvería a estar cuerdo, pero sintió una gran satisfacción por la respuesta de Nancy, y por quedar lejos del influjo del Amo de la lluvia. Al menos, lejos por el momento...


Nota adicional: Si queréis leer el primer relato que escribí sobre el Amo, donde ataca los sueños de otra víctima, clickad aquí.

22 de enero de 2016

Proyecto Fobia: Capítulo 4

Para poneros en situación antes de comenzar la lectura del texto, os recuerdo que la narración de esta historia, se hace entre el pasado y el presente del doctor August Remprelt. Los capítulos impares son del pasado, y los pares son del presente.

Para leer lo inmediatamente anterior a este capítulo, clickad aquí.

Capítulo 4: La ley de Remprelt

Noviembre de 1988

Una vez que Remprelt colgó el teléfono, situado encima del escritorio de su despacho, se quedó pensativo en la silla giratoria. La noche anterior había sopesado y mucho si darle o no una oportunidad a Stan. En condiciones normales, y desde su etapa universitaria, tenía una intuición estupenda para juzgar la valía de una persona, y su posible peligrosidad hacia sus intereses. Pero Stan se había colado en el grupo al que pertenecían las excepciones. Se había mostrado como un estupendo candidato para el puesto vacante, y había mencionado cosas que a Remprelt le hicieron ver en él un posible nuevo devoto para su proyecto. La entrevista del día anterior había ido bien, hasta que Stan mencionó aquella frase sobre el demonio y su merecimiento de saber la verdad. ¿Quién había dicho aquella frase en el pasado?

Sin embargo, y al margen de esa duda, Remprelt había sacado conclusiones positivas del resto de la charla. Quizás se alarmó por nada con aquella frase, habida cuenta de la gran cantidad de personas que habían pasado por su vida, y que podrían haberla dicho. De ahí la oportunidad que iba a darle a Stan de ser el nuevo vigilante nocturno, siempre que su semana de prueba resultara satisfactoria. No obstante, y como nunca estaba de más ser precavido, Remprelt descolgó el teléfono para hacer otra llamada antes de volver a su rutina.

Dean Petrinelli estaba de pie, tomándose una taza de café, y disfrutando de las vistas que se apreciaban desde la ventana de su despacho. Era uno de sus rituales matutinos, y uno de esos momentos de tranquilidad que tanto se agradece conservar con el paso del tiempo. En aquellas primeras horas de la mañana, los alrededores estaban tranquilos. Generalmente era así. A medida que fueron filtrándose los primeros rayos de sol por la ventana, éstos se reflejaron en la estrella que Dean portaba en su uniforme y que revelaba la importancia de su labor. Él era el sheriff del condado, un trabajo que llevaba ejerciendo de manera impecable durante dos décadas, desde que cumplió los 31 años. Claro que la etiqueta de “impecable” se la había auto impuesto él mismo desde hacía algunos años, a raíz de su amistad con August Remprelt, el director del psiquiátrico Clarkson. Aunque analizada de un modo estricto, más que una amistad, se trataba de una relación de conveniencia, aderezada con respeto mutuo por la labor que cada uno ejercía. Dean conocía el “Proyecto Fobia”, y era un gran defensor del mismo.

Todo había comenzado con el asesinato de su hija Francesca 4 años atrás, en 1984. Una noche, cuando Francesca volvía a casa tras visitar a una de sus amigas, había sido abordada en plena calle por uno de sus antiguos profesores de instituto. Esto se supo con facilidad porque una testigo les vio charlando cerca de su casa. Aquel tipo, llamado Preston, se aprovechó de la confianza que le inspiraba a Francesca para lograr sus fines, ya que la deseaba desde que le impartió clase. Lejos de contentarse con haberla violado, la estranguló hasta matarla. Posteriormente la dejó tirada en un callejón, donde fue encontrada al día siguiente con las primeras luces del alba.

Para llegar a esta reconstrucción de los hechos, Dean tuvo que remover cielo y tierra, y no lo habría logrado sin Remprelt. Claro que antes de entrar en contacto con él, había derramado lágrimas de impotencia junto a su esposa Carla, cuando Preston alegó locura transitoria en el juicio, y el juez, lejos de condenarle a pasar el resto de su vida en la cárcel, ordenó su ingreso en el Clarkson. El día de aquel veredicto, Dean se sintió traicionado por el sistema que tanto se esforzaba en hacer valer a través de su trabajo como agente de la ley. A Carla le bastó saber que aquel violador no estaría en libertad y no haría más daño a nadie durante una temporada, pero a Dean no le produjo ninguna satisfacción. Había pruebas irrefutables de la autoría del crimen (semen y todo tipo de rastro genético de Preston), y aunque alguien con la suficiente sangre fría no habría dejado semejante rastro para que le cazaran, Preston nunca había estado loco. No tenía familia que corroborara que estaba cuerdo, pero era un miembro bien valorado por el resto de profesores de instituto, y nadie se había quejado jamás de su conducta. Dean siempre tuvo la sensación de que el juicio había sido una farsa, y que de poco había valido su profesión para que le ayudaran a obtener venganza por medio de una condena a prisión. Jamás olvidaría la risa que flotaba en el rostro de Preston cuando escuchó el veredicto, sintiéndose ganador en aquel asalto frente a la ley. Por suerte, el tiempo pone a cada uno en su sitio, y de eso se ocupó Remprelt.

A pesar de que ya hacía casi 4 años del primer encuentro, Dean tenía bien fresco en la memoria el día que conoció a Remprelt. Estaba en su despacho, llorando sobre una foto de Francesca. Aunque la puerta estaba cerrada, Dean se esforzaba tanto en recordar a su hija, que no se había percatado de la intrusión. La voz de Remprelt funcionó como un enorme salvavidas emocional, preguntándole algo que cerró repentinamente el grifo de sus lágrimas: ¿quiere impartir la justicia que las autoridades le negaron?


Dean no respondió nada en ese momento, pero le indicó a Remprelt que se sentara frente a él, y escuchó con creciente empatía lo que su visitante le expuso. Le había contado el proyecto que se traía entre manos, la finalidad de aplicar una ley que fuera efectiva allá donde la justicia había fracasado o había mirado hacia otro lado. Remprelt se había ido ganando la devoción de Dean en aquel primer día, como el predicador que da el discurso que muchos oyentes desean oír, y que les convierte en auténticos devotos de una causa, por disparatada que sea. Le había dicho cuanto necesitaba escuchar, y le había invitado a comprobar en persona el trato que iba a dispensarle a Preston, que estaba bajo su supervisión en el Clarkson. Y Dean, lejos de haber arrestado a aquel doctor por las cosas tan alejadas de la legalidad que pretendía hacer, concertó un encuentro para presenciar el trato a Preston. Aquella había sido una de las mejores decisiones de su vida. Cumpliendo su palabra y vestido de paisano, acudió al Clarkson, donde Remprelt le condujo al sótano, el terreno donde imperaba “la ley de Remprelt” como Dean la bautizó mentalmente con el paso del tiempo.

El placer que Dean experimentó al ver a Preston en una sesión de hipnosis, fue tan sublime que empezó a ver consumada parte de su sed de venganza. Observar la labor de Remprelt con su péndulo fue algo inolvidable. Primero le había sacado a Preston la confesión de todo lo ocurrido la noche que Francesca murió, y posteriormente había averiguado que Preston tenía fobia a las abejas. Así que Remprelt había sacado provecho de la apifobia de Preston, haciéndole creer que su cuerpo estaba lleno de abejas, algunas de las cuales se introducían por cada orificio de su cuerpo. Dean escuchó con satisfacción cada grito cargado de terror que salía de la garganta de Preston, deseando que aquel condenado despojo sobreviviera a esa tortura para recibirla eternamente. No sin cierta malicia, Dean pensó que al igual que Preston había violado a Francesca, Remprelt estaba violando cada rincón de la mente de Preston. Esa cadena de pensamientos hizo aflorar en el rostro de Dean una sonrisa casi idéntica a la que Preston mostró tras el veredicto del juez. La ley de Remprelt.

Y desde entonces, Dean se convirtió en todo un protector legal para los experimentos de Remprelt, intercediendo para que muchos delincuentes acabaran ingresados en el Clarkson. También le ayudaba cuando alguna de las sesiones se le iba de las manos al bueno del doctor y el paciente moría. A fin de cuentas, había que aparentar legalmente que esas muertes fueran por distintas causas a la verdadera. Y ahí Dean se tenía que arremangar para salvar la situación, preparando escenarios para guardar las apariencias, y haciendo valer la autoridad que le confería su puesto como sheriff del condado. De todas formas, desde que empezó a ayudar a Remprelt dormía de un tirón, y tenía la sensación de estar cumpliendo todas las leyes posibles, justas o no. Jamás le había contado a Carla nada de lo concerniente al doctor y el psiquiátrico, no hacía falta. Él se encargaba de hacer más segura la vida de muchas personas, incluida su mujer, y no todo el mundo tenía que saber los métodos usados para lograr esa seguridad. Los tipos como Dean y Remprelt hacían un trabajo oscuro que muy pocas personas podrían entender y apoyar, y por eso el proyecto y su complejidad quedaba salvaguardado por un reducido grupo de personas.

El teléfono empezó a sonar en el despacho, y sacó a Dean de sus pensamientos. Una vez que se acercó a su escritorio y lo descolgó, escuchó esa voz tan influyente y familiar. La voz de Remprelt:

- Buenos días Dean, quiero que hagas algunas averiguaciones por mí.
- Buenos días August, ¿de qué se trata?
- De un posible empleado para el psiquiátrico, ayer le entrevisté, y aunque parece una opción muy válida, algo me genera dudas.
- ¿Quieres que investigue si tiene antecedentes o algún trapo sucio?
- Te lo agradecería, si no hay nada sospechoso en él, podría ser un miembro muy válido para nuestra causa.
- Vaya, en cuanto colguemos me pondré manos a la obra, a ver qué averiguo- y Dean cogió un papel y un bolígrafo para anotar el nombre-. ¿Cómo se llama?
- Stanley Farrell. Seguramente no haya nada raro, pero si le contrato será el vigilante nocturno, y necesito saber hasta qué punto puedo confiar en él.
- Te entiendo perfectamente August. ¿Algo más que quieras saber sobre Stanley?
- No- un profundo suspiro al otro lado de la línea le indicó a Dean que Remprelt estaba indeciso-, o bueno, sí. ¿Te resulta familiar la frase “hasta el demonio merece que le cuenten la verdad”?
- Pues no, no la había escuchado jamás. ¿Por qué lo preguntabas?
- Nada, simple- y Remprelt arrastró un poco la última letra- curiosidad. En cuanto tengas algo llámame. Da igual la hora que sea.
- De acuerdo August, así lo haré. Dame un día y te contactaré.

Y ambos colgaron el teléfono. Remprelt abrió el armario de su despacho en el que guardaba algo de ropa, y se puso una de sus batas blancas. Cogió el estetoscopio que reposaba encima del escritorio, y tras cerrar el armario salió del despacho, cerrando con llave la puerta. Por su parte, Dean terminó su café, cogió su abrigo y su sombrero Stetson, y salió del despacho. En condiciones normales le habría encargado aquella tarea a alguno de sus subordinados. Pero si se trataba de un candidato para el proyecto, eso requería la mejor atención posible, y él se encargaría personalmente de realizar las indagaciones necesarias para averiguar más sobre aquel tipo.

Aquella mañana pasó muy rápido para Stan, que la dedicó en exclusiva al repaso de toda la información que había recopilado sobre Remprelt y el Clarkson. Sabía que no era necesario repasar lo que tenía, porque la verdadera información que necesitaba, tendría que obtenerla desde dentro. Pero el primer paso había sido exitoso, y recibir la llamada del doctor le había puesto de muy buen humor. Claro que a ello contribuía el hecho de no haber revisado esa mañana una carpeta específica, cuyo contenido siempre sacaba a relucir lo peor de su carácter. Él la llamaba “la carpeta de los horrores”, porque, a pesar de contener un puñado de papeles oficiales y algunas fotos, simbolizaba una de las peores noticias que había recibido en los últimos años. Su necesidad de trabajar en el Clarkson y de ganarse a su director, habían nacido desde que aquella carpeta llegó a su poder. Sabía que tarde o temprano volvería a mirarla antes de acabar el día. El horror que contenía aquella carpeta, era una de las razones de que hubiese dedicado dos años de su vida a crearse una identidad falsa que fuese su tapadera.

Poco después de comer, Stan se dirigió a su habitación, donde tenía un espejo de cuerpo entero, y empezó a hablarle a su reflejo. No se trataba del acto de alguien que está perdiendo la sesera, sino de una práctica que venía realizando semanas atrás, y que le hacía parecer un actor ensayando un papel para representar. Stan se dedicaba en primer lugar a hablar consigo mismo, y posteriormente practicaba distintas miradas frente al espejo, tratando de discernir con cuál de ellas podría ocultar mejor sus pensamientos. No olvidaba que Remprelt era un reputado doctor, especializado en el campo de la mente humana, y no deseaba que se descubrieran sus verdaderas intenciones para querer el puesto nocturno. Para introducirse un poco en el papel de guardia, cogió una porra invisible, y la elevó en el aire, acompañándola de una mirada cargada de odio, simulando a un verdadero guardia que tuviera que amenazar a alguien para mantener el orden. Y toda la tarde se le fue practicando frente al espejo. 

Llegada la noche, Stan se dio una ducha, se preparó la cena, y puso al lado de su plato la “carpeta de los horrores”. La abrió con la mano que tenía libre, y fue pasando las páginas, una a una, hasta llegar a las fotografías que tanto dolor le hacían sentir. Nunca quería verlas, pero la parte más retorcida de su interior tomaba las riendas en ese caso, y actuaba por libre. No pudo evitarlo, y terminó llorando. Conocía bien esas lágrimas, eran las que precedían a su ira. Entonces, al tiempo que sus ojos dejaban de llorar, cerró la carpeta y la tiró al suelo. Su pulso se aceleró, los labios empezaron a temblarle, y su rostro adoptó una mueca propia de un perro rabioso. Segundos después dio un puñetazo tan fuerte sobre la mesa, que tiró un vaso lleno de agua y volcó el plato con lo que quedaba de su cena. La mano del golpe le dolería durante toda la noche, pero agradeció haber descargado su ira en la privacidad de su casa, donde nadie podía verlo. Al día siguiente volvería a representar su papel ante el doctor, y se abstendría de mirar la carpeta durante una temporada, salvo que fuera extremadamente necesario. Una semana de guardar apariencias, y con suerte podría empezar a investigar lo que le pasó a ella, la mujer de las fotos que tantas emociones contrapuestas le despertaba.

Continuará...

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17 de enero de 2016

Un encuentro casual VII

- Será un placer dar ese paso contigo y acompañarte a la entrega de ese premio, pero lo haré con una condición.
- ¿Una condición?- en ese momento Natalia sentía tanto alegría por la respuesta de Gabriel, como cierta duda por la condición que impondría él-.
- Sí. Verás Natalia, desde que nos conocemos mi vida emocional está cotizando constantemente al alza. Alimentas mi corazón y mis pensamientos con tanta fuerza, que me es imposible no sentirme en una nube cuando estamos juntos. No deseo hacerte jamás ningún daño, y por eso vas a prometerme algo- y Gabriel se puso muy serio para decir las siguientes palabras-. Si en algún momento la reacción de alguien de tu círculo te hace daño, o hay miradas mezquinas o de desaprobación hacia mí, me iré de allí de un modo discreto. La idea de acompañarte me hace mucha ilusión, pero verte mal entre tu gente y por mi culpa me haría daño, por eso te impongo esa condición, que es innegociable.
- ¿Del todo innegociable?
- Del todo, ni con un millón de tus besos más pasionales me echaré atrás al respecto- y cambiando el semblante serio que había puesto instantes antes, Gabriel le guiñó un ojo para añadir algo-, claro que eso no quita que me puedas dar ese millón de besos. No me hará cambiar de opinión, pero tu sabor recorrerá mis venas una buena temporada.
- Está bien- dijo resignada Natalia-, acepto tu condición- le devolvió el guiño a Gabriel-, y acepto el reto de besarte un millón de veces aunque no te haga cambiar de opinión.
- Sé que mi respuesta no te complace demasiado, pero soy realista, vivimos en una sociedad con demasiados tabúes sociales sobre la edad, y no me sorprendería que al vernos juntos alguien piense o manifieste que soy tu mantenido y juguete sexual. Tampoco me gustaría que alguien de mi entorno pensara que tú eres un trofeo o una conquista sexual. Si yo hubiera sido otro tipo de persona o se hubiesen dado otras circunstancias, a lo mejor ese habría sido mi rol, pero siento cosas por ti, y mi corazón vibra de alegría cada vez que compruebo que es recíproco.
- Tienes razón Gabriel, eso me hace pensar.
- ¿Qué te hace pensar?
- Que si estando juntos alguien de mi entorno nos mira mal o me dice algo inapropiado, no te marcharás sólo, porque pienso irme contigo, y eso también es innegociable.
- Vaya, ¿ni un millón de caricias cambiará eso?
- Ni uno, pero las recibiré encantada- y ambos se echaron a reír con alegría-.
- Sabes Natalia, vamos a terminar las bebidas, voy a pagar la cuenta, y vas a ser mi postre durante toda la tarde, hablar de millones de besos y caricias me ha abierto el apetito sexual por todo tu ser.
- Una gran idea- y Natalia bebió media bebida de un solo trago, dejando a Gabriel sorprendido-. Ya estamos tardando en irnos.

Gabriel también terminó su bebida de un trago, pagó la cuenta, y los dos se marcharon al piso de Natalia. Aunque se reservaban para el momento de darse el atracón, desde que salieron del bar hasta que llegaron a su destino, se fueron dando besos con frecuencia, alterando la temperatura de cada calle en la que dejaban muestras de su pasión. Una vez en el piso de Natalia, empezaron a desnudarse con frenetismo, sin dejar por ello de buscar los labios de cada uno o de conectar sus miradas, cargadas ellas de lujuria.

Cuando se quedaron completamente desnudos, Gabriel tumbó a Natalia en el sofá del salón, y con un impresionante autocontrol de su deseo sexual, le ordenó no moverse de aquel sofá ni mirar lo que hacía, mientras él iba a la cocina a buscar algo. Ella se sentía incapaz de quedarse quieta teniendo a Gabriel desnudo a poca distancia, pero intentó obedecerle. Como estaba tumbada de espaldas a la cocina, no podía ver nada de lo que allí ocurría, así que cerró los ojos, y se dejó guiar por los sonidos que llegaban a sus oídos. Primero escuchó la nevera al ser abierta y posteriormente cerrada, después uno de los estantes, del que dedujo que Gabriel había sacado una taza por el sonido que hizo al ser depositada en la encimera. Natalia había pensado que él sacaría la nata de la nevera, pero el sonido de la taza la despistó. Y escuchar finalmente el sonido del microondas la desorientó totalmente. Eran muy fuertes sus esfuerzos por controlarse ante el enorme deseo de ver qué pasaba a sus espaldas. Cuando el microondas emitió el pitido final, Gabriel le pidió que cerrara los ojos, prometiendo que si ella los abría antes de tiempo, no la besaría en toda la tarde. Qué cruel había sido esa promesa pensó ella. Pero puso todo de su parte para no privarse aquella tarde de esos labios que tanto deseaba.

Natalia obedeció y escuchó los pasos de Gabriel al acercarse. Temblaba de nervios, se sentía como una chica antes de perder su virginidad. Era increíble la gama de sensaciones que sentía por una sola persona desde su encuentro casual. Se sentía joven, deseada, apoyada, valorada, afortunada, y algunas emociones más que se sumaban a una creciente lista. A punto estuvo de abrir los ojos de golpe cuando Gabriel le sopló en una de sus orejas, besándola segundos después con dulzura. Luego ella sintió como un líquido espeso iba siendo derramado desde su ombligo hasta sus pechos, que quedaron bien cubiertos de aquella sustancia. Ella no paraba de temblar a causa de la excitación, y Gabriel le acarició una de las mejillas, pidiéndole que se relajara. El maldito estaba enloqueciéndola y ahora le pedía relajación, habría sido más fácil lograr la paz mundial que aquello otro. Y para colmo, cuando Natalia empezaba a calmarse un poco, sintió la lengua de él sobre su ombligo. Maldito.

Gabriel se sentía extraño, habían entrado en el piso presos de una excitación tan palpable que había deseado hacerle el amor con furia a Natalia. En cualquier otro momento así lo habría hecho. Pero al desnudarse ambos y tumbarla en el sofá, decidió que la furia y las penetraciones salvajes ya tendrían lugar a lo largo de la tarde, y que deseaba paladear cada centímetro del cuerpo de Natalia. Y para disfrutar al máximo de ello, debía controlarse un poco, lo cual le hizo sentir extraño por el excelente e inesperado autodominio que mostró. De hecho, al mismo tiempo que su lengua ascendía por el cuerpo de ella, controlaba sus ganas de dejar inacabada la tarea para penetrarla. Pero ella merecía mucho más, y siguió saboreando el chocolate que había fundido antes, y que había derramado sobre medio cuerpo de ella.

Natalia sentía ahora la lengua de Gabriel sobre uno de sus pechos. Eso estaba siendo demasiado. Notaba como su entrepierna expresaba la satisfacción generalizada, mojando la tela del sofá. Y eso que aquello no era nada en comparación al momento en el que él empezó a mordisquearle el pezón, lanzando oleadas de placer a cada rincón de su cuerpo. No eran mordiscos exagerados o sin tacto, sino suaves y continuados, lo que hacía de aquello algo delicioso. Cada vez que intentaba mover una de sus manos, Gabriel la inmovilizaba diciendo que aún no. De un pezón Gabriel pasó al otro, y para entonces Natalia apretaba sus párpados con tanta fuerza que sólo se veían las pestañas.

Gabriel era consciente del placer que estaba causándole a Natalia, bastaba un vistazo a la entrepierna de ella, donde sin haberla acariciado siquiera, la imagen hablaba por sí sola. Pero no era el único baremo que delataba el placer, también había subido la temperatura corporal, la frecuencia de los suspiros y gemidos, y la fuerza con la que ella apretaba los párpados. Estaba aguantando el tipo realmente bien, y se merecía ver el resto del espectáculo. Así que, cuando Gabriel hubo hecho desaparecer el poco chocolate que quedaba en el busto de ella, le pidió que abriera los ojos, y ella reaccionó con una malévola sonrisa y mirándole con un brillo cegador en sus ojos. Entonces él decidió usar el poco chocolate que quedaba en otro lugar, y desde la taza lo derramó en los labios de ella, besándolos posteriormente. Dejó la taza en la mesa y Natalia le rodeó con los brazos, sus cuerpos se estrecharon, y añadieron el beso con sabor a chocolate en su colección conjunta de sabores y sensaciones.

Natalia introdujo el pene de Gabriel en su interior, y al tiempo que seguían abrazados, él la hacía suya. Se hicieron el amor lentamente, como el experto catador de vinos que sabe que el truco está en no beber inmediatamente de la copa, sino en saborear cada detalle previo. No parpadearon en ningún momento, se miraban de manera perpetua e infinita en el tiempo. Fueron cambiando de posturas, comprobando que un sofá es tan buen sitio para pecar carnalmente como cualquier otro. Se fundieron en un solo ser, alcanzando el momento cumbre al mismo tiempo, y eso se estaba convirtiendo en una sana costumbre entre ellos. Cuando Gabriel se recuperó para el siguiente asalto, la intensidad entre ellos aumentó varios grados.

Había llegado el momento de la furia, de la pasión más desbocada y extrema, y con esa premisa Gabriel cogió a Natalia en el aire, y la penetró un largo rato. Sus músculos se resentirían de aquello, pero escuchar cada embestida en el aire mientras Natalia decía tacos, era algo que no tenía precio. Antes de ceder al agotamiento, la apoyó contra una de las paredes, bajándola con suavidad a su misma altura. Entonces ella levantó una de sus piernas, apoyándola sobre uno de los hombros de Gabriel, y el acoplamiento entre ambos fue memorable. Natalia susurraba palabras malsonantes al oído de Gabriel, y éste se sentía más animado que nunca a seguir así, notando que cada expresión era una reafirmación de lo bien que lo hacía. Cuando alcanzaron el segundo orgasmo conjunto de la tarde, se quedaron un rato de pie en la pared, sin dejar de besarse. Luego Natalia llevó a Gabriel hasta la ducha, y allí siguieron con su tarde de postres.


Continuará...

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10 de enero de 2016

El hogar del maligno

Los extensos terrenos que coronaban la colina de los cerdos llevaban varias décadas abandonados. En su día habían albergado la mayor industria cárnica de Hanchew, pero todo eso era cosa del pasado, y los otrora imponentes edificios de la cárnica, de un llamativo color blanco, no eran en la actualidad más que víctimas del abandono y el deterioro, y habían perdido todo color e identidad. El motivo de aquello fue la quiebra de la empresa matriz que poseía la cárnica, que originó despidos en masa y dejó variadas industrias abandonadas en distintos rincones del país. La propiedad, que antes de su adquisición por la empresa matriz era del ayuntamiento de Hanchew, había regresado al dominio del mismo, en base a los impuestos municipales impagados durante todos los años de abandono. No obstante, el ayuntamiento había fijado precio a la propiedad, por si alguna vez lograba venderla y ganar dinero.

La colina de los cerdos había adquirido ese nombre desde la construcción de la industria cárnica en Hanchew, ya que en aquellas instalaciones se dedicaban especialmente a la cría y matanza de cerdos. Para cualquier pueblerino, era fácil pasear un día hasta aquella colina o pasar cerca con un coche, y divisar una numerosa presencia de estos animales, yendo de un lado a otro, comiendo pienso o bellotas, o rebozándose en el lodo. Aquel lugar se convirtió en el principal motor industrial de Hanchew durante sus años de vida, y su abandono supuso graves pérdidas para el pueblo a nivel de turismo, negocios y empleo.


Aunque Hanchew era un pueblo de apenas 500 habitantes, las leyendas urbanas sobre fantasmas en la abandonada industria cárnica eran tantas, que parecía existir una versión distinta en la mente de cada habitante. Algunas de esas leyendas eran muy imaginativas, llegando a contar que el lugar estaba atestado de las almas de cada cerdo que había muerto allí, y que si uno se concentraba mucho estando en aquel lugar, podía oír el familiar “oink oink” con facilidad. También había historias más típicas, donde se narraba la presencia de un fantasmal carnicero por la zona, con el mandil manchado de sangre. Aunque nadie se acercó lo bastante a lo que pasaba allí, ya que no pasaba absolutamente nada. La colina de los cerdos no era ningún lugar embrujado, ni había nada sobrenatural allí, sólo era un enorme complejo cárnico abandonado. Sin embargo…todo cambió con la llegada a Hanchew de Casandra, una mujer adinerada que de la noche a la mañana adquirió la abandonada propiedad.

Los acontecimientos se habían producido con rapidez. Nadie en el pueblo conocía a la misteriosa mujer que, en dos días, llegó a Hanchew, pagó en el ayuntamiento la cantidad por la que se vendía la propiedad, y se instaló en la misma, sin siquiera presentarse ante nadie en el pueblo salvo los funcionarios del ayuntamiento. Precisamente uno de estos funcionarios, que tenía bien arraigada la costumbre de chismorrear cualquier cotilleo de interés para los vecinos, fue el que corrió la voz sobre la misteriosa mujer. Se llamaba Casandra, y era una empresaria textil que quería instalar una fábrica y una tienda en la colina.

Durante una semana entera tras la llegada de Casandra, nadie la vio por el pueblo. Pero sí llegó un considerable convoy de camiones y obreros de la construcción que empezaron a trabajar en la colina, bien demoliendo algún edificio, o bien reparando el resto de los que había. Aunque todos los trabajadores comían y dormían en el pueblo, ninguno hablaba sobre lo que sucedía en la colina. Y eso que los habitantes de Hanchew les interrogaban a diario sobre ello, pero los trabajadores se limitaban a hablar de cosas triviales, negándose a aportar luz sobre el asunto. Eso sí, los beneficios económicos que suponían para el pueblo la presencia de estas personas, suplía en cierto modo la carencia de información sobre el asunto de mayor interés. No obstante, no hay nada más insatisfactorio para una persona cotilla, que la imposibilidad de averiguar lo que pasa, aunque sea a cuentagotas.

Todo habitante de Hanchew, en mayor o menor medida, quería averiguar más cosas sobre la nueva dueña de la colina, y sobre lo que allí sucedía, y por eso a diario iban desfilando algunos pueblerinos por la ladera de la colina, observando con suma atención todo lo que ocurría. No había nada de misterioso, ya que los obreros continuaban su labor de demolición y construcción. Un día, un chico de 14 años, cuando echaba un vistazo en la colina junto a su padre, creyó ver una sombra en el edificio central, situada justo en los ventanales de la planta más alta, ya que la planta baja no tenía ninguna ventana. Esa sombra se movía de un lado a otro, apareciendo alternativamente por cada uno de dichos ventanales. Parecía ejecutar una especie de danza, ya que subía y bajaba piernas y brazos en sus distintos movimientos. Sin embargo, cuando el chico avisó a su padre de aquella imagen, éste no le hizo mucho caso, y le dijo al chico que era hora de irse a casa y no imaginar cosas tan disparatadas. De haberle prestado más atención a su hijo, aquel hombre habría observado la misma sombra en su peculiar movimiento lateral a izquierda y derecha. Y si un pájaro se hubiese posado en el alféizar de alguna de las ventanas, habría visto a Casandra bailando en una habitación totalmente vacía excepto por un detalle: ella bailaba alrededor de un maniquí de madera.

Los meses fueron pasando, y la apariencia exterior de la antigua industria cárnica fue cambiando, no solamente con la aparición de nuevos edificios, sino también con los retoques realizados a los ya existentes y restaurados. Con mayor frecuencia, fueron apareciendo camiones con rótulos de moda en los costados, que dejaban su cargamento en la colina, volviendo a salir de Hanchew en un breve lapso de tiempo. Empezaba a cobrar sentido lo poco que Casandra había manifestado a los funcionarios del ayuntamiento, sobre sus proyectos textiles en la colina.

Mientras tanto, en el interior del edificio principal del complejo, Casandra había dejado sin decorar la habitación del maniquí, que permanecía vacía a excepción del mismo, e inmune a todo cambio operado en el exterior o en la planta baja del edificio. Cada noche, Casandra regresaba a esa habitación, sin encender las luces, llevando un candelabro para iluminar el entorno. Y todas las noches le hablaba al maniquí, informándole de los progresos:

- Ya falta poco para volver a reunirme contigo padre. Espero que estés orgulloso del espectáculo que estoy preparando para lograr mi redención.

Tras la “charla” con el maniquí, ella siempre se acariciaba su cabeza con una mano, y decía la misma frase al abandonar la habitación:

- Pronto recuperaré lo que por derecho me pertenece padre, queda un día menos para el espectáculo.

Dicho esto, Casandra abandonaba la habitación, apagaba las velas del candelabro, y desaparecía en las entrañas del edificio. Y aunque ella lo ignorase, cuando abandonaba la habitación del maniquí, éste se incendiaba durante unos segundos, para volver posteriormente a su estado normal. Las palabras de Casandra no habían caído en el olvido, y ese pequeño incendio era una prueba de la recepción del mensaje por su padre, que estaba expectante por lo que su hija estaba preparando. Deseaba volver a tenerla a su lado, en el lugar que le correspondía, y sentía que pronto iba a ser testigo de un gran espectáculo.

Cuando faltaban algunos días para cumplirse seis meses de la llegada de Casandra al pueblo, la industria textil quedó terminada. Los obreros de la construcción iniciaron su marcha de Hanchew, aunque antes hicieron una labor ajena a su profesión, y por orden de Casandra, fueron pegando carteles por todo el pueblo, y difundiendo ante cada habitante una gran noticia: Casandra había organizado una fiesta de inauguración en la colina, a la que invitaba a todos los habitantes, y para cada asistente habría una prenda como obsequio. Los obreros hicieron una magnífica labor de propaganda y promoción, y no había nadie en todo Hanchew que no pensara asistir. La fiesta se había fijado para un sábado, justo el día que se cumplían los seis meses de la llegada de Casandra, y la hora estipulada eran las 18:00, aunque se rogaba a toda persona asistente que estuviera una hora antes.

La mañana de aquel sábado, Casandra se paseó por toda la planta baja del edificio principal de la colina. Antes de su partida, los obreros habían preparado y ordenado aquel lugar siguiendo las instrucciones de Casandra, y aunque no les hacía ninguna ilusión colocar ropa aquí y allá como si fueran dependientes, era innegable que el dinero de aquella mujer doblegaba cualquier voluntad contraria. Por ello, la planta baja quedó preparada como si de una tienda gigantesca de ropa se tratara: estantes repletos de prendas, maniquíes situados aquí y allá, secciones enteras de complementos, calzado o abrigos, zonas con prendas de verano o de invierno, y un montón de cosas más. Uno de los obreros, algo más avispado que el resto, se preguntó por qué en una industria textil no había visto ni una sola máquina o material para confeccionar ropa, pero se intentó convencer de aquello pensando que la maquinaria podría estar en alguno de los demás edificios del complejo, y que quizás alguno de sus compañeros habría podido verla. No había ninguna maquinaria, pero eso nunca llegó a saberlo aquel obrero, que para el sábado por la mañana estaba ya lejos de Hanchew, y nunca albergó intención de volver. Lo último que hizo Casandra antes de descansar hasta la inauguración, fue bajar el maniquí de la planta superior, colocándolo en el centro de la planta baja, donde había instalado un pequeño escenario. Desde allí Casandra y el maniquí contemplarían el espectáculo. El momento de la reunión estaba cerca.

Desde las 16:30 horas de la tarde,  muchos habitantes de Hanchew ya estaban en las calles preparándose para subir a la colina. Se podía ver una pequeña procesión de coches en cada calle del pueblo. A las 17:00, tal y como se había insistido por Casandra, el pueblo estaba totalmente en silencio y sin vida, ya que todas y cada una de las personas se encontraban ya atravesando las instalaciones de la colina, rumbo al edificio principal, cuya enorme puerta se hallaba abierta. Casandra se hallaba subida en el escenario, y empezó a hablar para sus visitantes:

- Sed bienvenidos habitantes de Hanchew. Soy Casandra, la dueña de todo esto, y os invito a recorrer todo este recinto, donde podréis coger una prenda cada uno, la que queráis. En una hora os dedicaré unas palabras, y seréis partícipes de un fantástico espectáculo de luces y pirotecnia. Sois libres de recorrer hasta entonces cada rincón de aquí.

A medida que todo el mundo terminó de acceder al interior del edificio, Casandra se bajó del escenario y se acercó a la entrada y única forma de acceso o salida, ya que no había ninguna ventana allí. Apoyada de espaldas en la puerta, cerró los ojos, y se deleitó escuchando la algarabía general, los murmullos de las personas que observaban distintas prendas y daban su opinión a otras, y las conversaciones de algunas familias numerosas allí presentes. Con una de sus manos, empezó a presionar la cerradura de la puerta, y ésta empezó a fundirse, quedando inutilizada. No iba a ser necesaria esa precaución, Casandra sabía que aunque alguien consiguiera escapar de allí, no llegaría muy lejos. Miró su reloj de pulsera y comprobó que eran las 17:15. Volvió a acariciarse la cabeza, y regresó al escenario, donde observó todo a su alrededor con la sensación del carnicero que ha de escoger el siguiente cerdo para matar.

Cuando faltaban 5 minutos para la hora señalada, las 6 horas del 6º día de una semana de un 6º mes de estancia en un lugar, Casandra acarició al maniquí, y después reclamó la atención de todo el mundo:

- Habitantes de Hanchew, la hora del espectáculo ha llegado. Os agradezco a todos y cada uno de vosotros que estéis aquí presentes, ya que cada persona de más será un punto a mi favor a la hora de regresar junto a mi padre. Y ahora, es el momento de vuestro sacrificio, el momento de regresar junto a mi padre, al que muchos de vosotros conocéis en la tierra como Satanás.

Y Casandra dio un par de palmadas, y cada una de las paredes del recinto empezaron a arder. Aparecieron los primeros gritos de angustia y terror, y Casandra se divirtió observando las caras de las personas situadas frente a ella, que eran la expresión inequívoca del miedo generalizado. Otro par de palmadas provocaron que cada prenda empezara a arder, quemando a algunas personas que llevaban su obsequio en las manos. Eso hizo que las primeras víctimas corretearan por todas partes, se revolcaran en el suelo, o fueran socorridas por quienes intentaban sin éxito apagar las llamas. Los gritos no cesaban, y ahora eran de desesperación, subiendo por momentos su intensidad. A los pocos minutos, todo estaba sumido en llamas excepto el escenario. Cada persona era una antorcha poderosa que se movía de un lado a otro, y crecía por momentos el número de muertes. Morían hombres, mujeres, niños y ancianos. Toda persona de Hanchew estaba calcinándose allí, sus casi 500 habitantes. Casandra estaba disfrutando de la visión, se sentía como si estuviera de regreso a su hogar. Volvió a tocarse la cabeza, y retiró la mano con rapidez, dibujándose una sonrisa en su rostro por lo que había notado: sus cuernos volvían a crecer.  

El maniquí empezó a arder mientras Casandra acariciaba sus cuernos, que seguían creciendo. Del fuego del maniquí surgió una voz, que anunció lo que Casandra llevaba tanto tiempo deseando escuchar:

- Tu sacrificio es grandioso hija mía, cuando el último humano exhale su último suspiro de vida, volverás a mi lado.

Y el maniquí se desintegró con rapidez. Casandra estaba tan entusiasmada que dio unas últimas palmadas que lo quemaron todo a su paso, incluyéndola a ella, que empezó a arder con el fulgor de los fuegos del infierno. Fue observando a cada persona que aún vivía, y con cada muerte se sentía más cerca de su padre. Notaba como su cuerpo humano se iba achicharrando, ennegreciéndose su piel, de la que salía humo sin cesar. Bajó del escenario y se acercó a la última persona que quedaba con vida. Cuando ésta murió, el cuerpo de Casandra, que se mantenía en pie únicamente por la poderosa alma diabólica que había en su interior, se convirtió en polvo. Casandra abandonó su destierro humano para regresar a las entrañas de la tierra, donde su padre la esperaba. Había logrado ganarse su regreso al trono del infierno, donde continuar disfrutando la eternidad envuelta en llamas.

El incendio que devastó el edificio principal de la colina, se extendió a los edificios cercanos, consumiendo por completo toda la propiedad. Hasta altas horas de la noche no apareció ningún contingente de bomberos, ya que el pueblo más cercano estaba a una hora de camino de Hanchew,  y  su cuerpo de bomberos había estado atareado con otro incendio. Cuando lograron controlar las llamas, intentaron sin éxito encontrar a algún habitante local. Así fue como empezó a gestarse la nueva leyenda sobra la colina de los cerdos, que se rebautizó como la colina de las llamas por los habitantes de los pueblos vecinos. A diferencia de las leyendas contadas sobre la industria cárnica, las que se contaron después del incendio tenían una importante diferencia con las anteriores: sí que había pasado algo. Las pesquisas judiciales y policiales realizadas sobre el incendio, descubrieron que se había construido un almacén textil sobre la colina, pero no llegaron a explicar las causas del mismo.

Algunas mentes creativas empezaron a referirse a Hanchew, que se convirtió con el tiempo en un pueblo fantasma, como el hogar del maligno. Nunca llegaron a saber los dueños de esas mentes lo cerca que ese nombre estaba de la verdad. 


Nota adicional:

Para escribir este texto, y como resultado de un juego literario, 5 personas compañeras de letras me facilitaron distintos datos con los que ingeniármelas para construir una historia. Le agradezco a cada uno de los 5 su aportación, así como su presencia y participación en la iniciativa “La celda acolchada”. Cito aquí esos datos:

1) Título: “El hogar del maligno” – Aportado por Soledad Gutiérrez.
2) Lugar: Carnicería abandonada – Aportado por Tania “Mendiel” Huerta.
3) Nombre personaje: Casandra – Aportado por Edgar K. Yera.
4) Rasgo personaje: Tiene cuernos – Aportado por Santiago Estenas Novoa.
5) Objeto: Un maniquí – Aportado por Ricardo Zamorano Valverde.