8 de junio de 2017

Bienvenidos al vecindario

Qué gran placer suponía disfrutar nuevamente del silencio, de la calma, de la tranquilidad que aportaba el no escuchar absolutamente nada como sonido de fondo. Al menos durante un rato. Era comprensible que en un barrio residencial formado por casas con sus propios patios y piscinas, hubiera ruido en determinados momentos del día. Lo raro sería la total y permanente ausencia del mismo. Pero todas y cada una de las personas de los alrededores respetaban un horario común, que se había convertido en costumbre y muestra de respeto hacia la vecindad.

Sin embargo, últimamente las cosas se habían desmadrado. Había costado recuperar esa delicia para el alma que era el silencio. Vaya si había costado. Y eso que tan sólo se rompió la armonía durante un par de semanas, justo las que estuvieron en el barrio los nuevos vecinos, y que, gracias a un gran trabajo en equipo, no volverían a molestar a nadie.

Todo había comenzado cuando Germán Sánchez había puesto en alquiler su casa. Germán era un vecino encantador y respetuoso con los demás, pero tenía que cambiarse de ciudad por motivos laborales, y ante su rechazo a deshacerse definitivamente de su hogar, había optado por una solución más conservadora de su posesión inmobiliaria. Teniendo en cuenta la buena situación del barrio, ubicado en la periferia de Granada, así como el inmejorable estado en el que se encontraba su vivienda, Germán no tardó en contactar con una pareja que se mostró muy interesada en alquilar la casa.

Dicha pareja estaba formada por un joven matrimonio sin hijos ni mascotas, y parecía bastante amigable. Al menos eso era lo que contaba Germán al resto del vecindario, una vez que se fue despidiendo de las personas que habían formado parte de su vida durante bastantes años. En cualquier caso, y por si había algún tipo de problemas, Germán le facilitó a algunos de sus vecinos (los que él consideraba de mayor influencia entre los demás) la forma de contactarle en caso de urgencia.

Las cosas siguieron su curso normal a medida que fue pasando el tiempo, y Germán se marchó del barrio, entrando en escena la nueva familia. Aquí fue donde Emilio Castro, Ángel Valdivieso y Emma Cardona, en representación del resto del vecindario, tomaron la iniciativa de dar la bienvenida a los nuevos vecinos, que, como comentó Germán, parecían simpáticos. Dicha bienvenida suponía por una parte un acto natural de cortesía y hospitalidad, pero también escondía un motivo oculto: captar todas las sensaciones posibles que desprendiera esa familia, para distinguir si iban a ser buenos vecinos o por el contrario darían problemas a corto o largo plazo.

Emilio, de profesión policía local, Ángel, dueño de una constructora, y Emma, doctora en uno de los hospitales de la ciudad, eran las personas a las que Germán había facilitado su teléfono de contacto, porque, de manera palpable, eran los que tenían un mayor peso e influencia entre el resto de personas de la zona. Anecdóticamente, las familias de cada una de estas personas, no llegaban ni de lejos a ser tan altamente estimadas por los demás vecinos. A fin de cuentas, cuando había cualquier tipo de problema en el vecindario, de los que no necesitaban intervención policial o de otra índole, este particular trío era la primera opción a la que se recurría.

Los primeros días de la nueva familia no hacían suponer que fuera a pasar nada malo, quizás porque al estar adaptándose a un nuevo hogar, estas personas estuvieron ocupadas al instalarse y habituarse a un entorno desconocido. Pero claro, ese efecto terminó pasando pronto, y empezaron a producirse pequeños incidentes que, de forma conjunta, terminaron precipitando los acontecimientos que desembocaron en…bueno, una respuesta contundente del vecindario. Aunque aún no es momento de revelar eso último.

Hay que señalar que todas y cada una de las casas del vecindario, lindaban unas con otras, teniendo como pequeña separación las calles que las rodeaban. Una de las casas que más cerca estaba de la de los nuevos vecinos, era la de Emilio, el policía, que estaba empezando sus vacaciones. Quizás esto influyó decisivamente en la manera de sucederse cada uno de los hechos.

El caso es que al cuarto día, y coincidiendo con un viernes noche, sus nuevos vecinos estuvieron toda la tarde y parte de la noche con música puesta en su jardín, pero no a un volumen que pasara inadvertido a los demás, sino a otro que sobrepasaba bastante lo tolerable. Era como tener una feria al lado de casa. Además, se oía de fondo a mucha gente hablando, lo que podía indicar que se estuviera celebrando una pequeña fiesta para inaugurar el nuevo hogar. Emilio se dijo a sí mismo que una vez sobrepasada la medianoche, la música cesaría, pero no lo hizo. Por aquello de ser cortés, se abstuvo de presentarse en la casa vecina para pedir que se moderara el sonido. Su placa le habría permitido lograr un mayor efecto disuasorio, no le cabía duda, pero optó por hacer la vista gorda aquella noche. Era posible que fuera un hecho aislado.

A la mañana siguiente, Ángel, Emma y otros vecinos se presentaron en la casa de Emilio, para comentar lo ocurrido durante la noche, ya que la cercanía de las casas provocaba que al resto les hubiera afectado lo ocurrido tanto como a Emilio. La conclusión general era que se trataba de algo lógico para quien llega a un nuevo hogar, y quiere enseñárselo a su círculo de personas más cercanas. No fue agradable, porque a algunos de los vecinos, Ángel entre ellos, les costó conciliar el sueño, pero por una noche no pasaba nada. Si se repetía aquello, sí que habría que tomar alguna decisión. Terminada esa pequeña reunión, cada uno se fue a su casa, y las horas del día fueron pasando.

Sin embargo, mediada la tarde, se produjo todo tal como el día anterior, de la misma manera e implicando los mismos elementos. Música, grupo de personas, molestias nocturnas. Entonces Emilio se acercó a la casa de los nuevos vecinos, llamó al timbre, y una vez que le abrieron la puerta, les dijo, con toda la cordialidad que pudo, que no eran horas para molestar a los demás con tanto ruido. Un día era tolerable, pero dos no, porque marcaba el peligroso límite entre lo casual y la costumbre, y esto último sería intolerable. Pues bien, la respuesta que le dieron fue tajante: si le molestaba, que llamara a la policía. Emilio se contuvo las ganas de darle un puñetazo a su vecino, para disfrutar añadiendo que si eso le molestaba, también llamara al mismo sitio. Le costó mucho reprimir ese intenso impulso. Pero lo consiguió.

Entonces se marchó, y por el camino cogió su móvil y llamó a la policía. Podía haber ido a casa a coger su placa y ejercer de modo intimidatorio su autoridad, pero optó por seguir otro cauce de acción. Poco después, una patrulla policial llamó a casa de sus vecinos, y aquello zanjó todo. Al menos por aquella noche y en lo que a Emilio concernía.

Llegó la mañana siguiente y otra vez Emilio, Ángel, Emma y otros vecinos volvieron a reunirse. Esta vez, y a pesar de la drástica solución de la noche anterior, el ánimo estaba más crispado. No era para menos, y es que tras la personación de la policía en la casa de sus vecinos, estos habían estado ocupados una vez que cortaron la música y cesó el ruido generado por sus invitados. Ángel contó que cuando se despertó, encontró varias pintadas en la fachada de su casa. No fue lo único reseñable. A Emma le pincharon las ruedas del coche, y a otros vecinos también les habían ocurrido pequeños incidentes. Emilio no dejaba de sorprenderse a medida que escuchaba todo. Buzones rotos, más pintadas, cristales manchados por lo que parecían restos de huevos, y otras cosas similares.

Era asombroso que todo eso hubiese tenido lugar en una sola noche. Pero claro, los nuevos vecinos no estaban solos, y quizás el resto de personas que había en su casa habían ayudado a ese vandalismo como consecuencia de la intervención policial. Había varias opciones a tomar en consideración, y Emilio las expuso de forma muy breve. La más lógica era efectuar denuncias en la policía por cada suceso acontecido. La más visceral implicaba personarse todos ante sus conflictivos vecinos, y dejar bien claro que eso no iba a quedar así, y que habría represalias. Tanto una como otra tenían una gran desventaja a juicio de Ángel, y es que así mostraban sus cartas, no solamente haciendo visible su enojo, sino revelando sus movimientos.

No obstante, Emilio, manifestando ante los demás otro pensamiento impulsivo, dijo en tono de broma que también podían matarlos. Lo impactante fue el extraño silencio que se generó entre todos los presentes. No era el típico silencio de desaprobación, propio de quienes saben que alguien ha dicho una barbaridad y no merece respuesta. No. Era…un silencio más propio de quien muestra su posible conformidad a una propuesta. Suponía pasarse de la raya, sí, pero… ¿no sería la solución a sus problemas?

Emilio, ante la extraña aceptación a su broma, propuso a los demás que se fueran a sus casas y pensaran si de verdad llegarían a ese extremo. Les dijo que al día siguiente volverían a reunirse para hablarlo de nuevo. Y algo importante, les advirtió que, si sus vecinos volvían a actuar como las dos noches anteriores, esta vez les dejaran seguir así. Eso decantaría su decisión final, fuera la lógica, la visceral, o…la definitiva.

Y efectivamente, hubo una tercera noche ruidosa, pero nadie intervino ni llamó nuevamente a la policía. En el fondo, permitir esa conducta alimentaba su sangriento deseo, amparado en una inocente justificación: ¿no merecía cada uno tener descanso en su propia casa?

Al día siguiente, la tercera reunión vecinal tuvo lugar. Esta vez, Emilio, con su decisión ya tomada, y anticipando la del resto, había trazado un posible plan de acción. La guinda del pastel le había venido al recordar algunas películas antiguas de terror que vio en su infancia. Tras consultar a cada vecino sobre su decisión, y no encontrándose con ninguna negativa, procedió a repartir las tareas. Empezó por Ángel y Emma, que iban a tener la oportunidad de poner en práctica sus habilidades profesionales, y luego continuó con los demás. La importancia del plan consistía en dejar transcurrir unos días, averiguando más sobre los vecinos, soportando su conducta aunque costase un enorme esfuerzo, y asegurándose de encontrar los momentos en los que estaban ellos solos en casa.

Así acontecieron los siguientes días. Era desconocida la ocupación del matrimonio, ya que pasaba mucho tiempo en casa, pero una cosa era innegable, eran unos cabrones de costumbres fijas, porque ni siquiera fuera del fin de semana respetaban el descanso de los demás. La excepción, que vino perfecta para lo que acontecería en su momento, lo suponía el hecho de que no había otras personas en la casa. Al menos no en el patio, donde se las podía escuchar. Eso habilitaba para pensar que las visitas sólo llegaban durante el fin de semana. Una revelación excepcional de ser cierta.

La última reunión vecinal, celebrada antes del fin de semana, tuvo lugar en la casa de Emma, que era la que estaba más lejos de la zona de conflicto. Se perfilaron los detalles finales del plan que Emilio había concebido días atrás, y cuyos interrogantes habían quedado resueltos tras el seguimiento al matrimonio y sus hábitos. Ya sólo quedaba una cosa: la ejecución. Y cada uno sabía qué debía hacer, y qué utensilios llevar.

Había ido todo de maravilla. Emilio, acompañado de Emma y la mitad de los vecinos, fue el primero en entrar en acción. Empezó arrojando piedras a las ventanas delanteras de la casa del matrimonio. Eso surtió el efecto deseado, captar la atención del dúo conflictivo, que abrió la puerta de la casa para ver qué pasaba. El marido de Emma, que portaba un cartón de huevos, los fue lanzando entonces a la fachada delantera, logrando así enfadar a sus enemigos. En cuanto la puerta de la calle fue abierta, los vecinos se echaron encima del matrimonio, sujetándoles para que Emma pudiera anestesiarles con las jeringuillas que llevaba. En pocos minutos, y a pesar de sus forcejeos, ambos quedaron fuera de combate.

Entonces la turba furibunda entró en la casa, arrastrando al matrimonio. Emilio fue el único que se quedó en la puerta. Llamó por teléfono a Ángel, y éste llegó enseguida a la calle, conduciendo una de las furgonetas de su empresa. Tras abrir las puertas del vehículo, Emilio, Ángel y un par de vecinos más, introdujeron en la casa algunos sacos, ladrillos y útiles de albañilería. Mientras tanto, y en el salón de la casa, Emma y su marido habían amordazado al matrimonio, y también les habían atado las manos y tobillos con cuerdas, para poder limitar sus movimientos cuando la anestesia dejase de hacer efecto. Del mismo modo, registraron sus ropas en búsqueda de algún teléfono móvil, no hallando ninguno.

Tras varias horas de arduo trabajo vecinal, y capitaneados por Ángel, lograron culminar el plan de Emilio. Había sido necesario anestesiar una vez más al matrimonio, pero eso había regalado un tiempo extra valioso. Al caer la noche, los molestos nuevos vecinos estaban emparedados en el salón de la casa, mientras los demás se felicitaban por el éxito de la operación. Nunca más les molestarían, y en sus últimas y agónicas horas de vida, quizás recordarían la apoteósica bienvenida al vecindario que les habían dado. Porque, hasta quedarse sin oxígeno, tendrían tiempo de pensar, vaya si lo tendrían.

Fueron pasando los días y las semanas sin noticias del matrimonio, a pesar de que sus amistades intentaron visitarles sin éxito. Alarmados porque tampoco podían contactarles por teléfono, interrogaron a algunos de los vecinos, que, siguiendo las últimas directrices acordadas en casa de Ángel, daban la misma respuesta: se habían ido de viaje, avisándoles de que le echaran un ojo a la casa por si pasaba algo.

Y hasta que ocurrieran nuevos acontecimientos, Emilio, Ángel, Emma y el resto del vecindario, estaban decididos a paladear cada noche de agradable sueño sin remordimiento alguno. Nadie sentía un verdadero arrepentimiento por la horripilante manera en que se había obrado. Sencillamente porque todos se justificaban pensando en lo mismo… ¿no merecía todo el mundo un poco de descanso en su propio hogar?