Siempre es curioso como un par de frases pueden
arruinar la vida de una persona. A veces incluso basta con una sola frase que
contenga algunas palabras clave. Para Pavel Zitka, conocido en el gremio de los
maestros jugueteros como “el ilusionista checo”, su vida entera cambió por
completo en febrero de 2015. Fue en aquel mes cuando un médico especialista que
le llevaba tratando una temporada, y que le había mandado someterse a
innumerables pruebas, le dijo una de esas frases que golpea con dureza una
vida, y la deja en estado de shock. Lo que aquel médico le contó a Pavel quedó
grabado en la memoria de éste de una manera tan nítida, que sólo las
enfermedades que atacan la memoria habrían hecho desaparecer aquellas palabras
de su mente. Esas palabras fueron:
- Señor Zitka, lamento informarle de que padece usted
ELA.
Aunque la explicación fue más distendida, habían bastado
esas primeras 9 palabras para que Pavel sintiera un sudor frío recorriendo cada
centímetro de su ser. A pesar de que Pavel desconocía por aquel entonces qué
era la ELA, su cuerpo parecía haber recibido el golpe antes que su cabeza.
Desconocedor del mal que le había sido diagnosticado, le pidió al médico que le
contara cuanto sabía sobre ello. Tras 10 minutos de explicación, y antes de que
el médico hubiera terminado de hablar, Pavel rompió a llorar sin dejar de
mirarse sus manos, que tan importantes eran para su vida y su oficio. Todo
había comenzado cuando empezó a perder algo de fuerza en ellas.
Con aquella explicación del médico, Pavel le había
puesto un rostro a la enfermedad. Se sentía como si hubiera visto una película
de terror, de esas en las que una criatura va matando sin control, pero donde
se guardaban para las escenas finales los planos que mostraban por completo al
monstruo. Mientras seguía llorando, no dejaba de repetirse en la cabeza de
Pavel el nombre completo con el que el médico había llamado a su mal:
Esclerosis Lateral Amiotrófica. Aunque Pavel salió del hospital con información
suficiente como para hundirle en el mar del desánimo hasta el fin de sus días,
al regresar a casa empleó horas y horas navegando por internet, buscando más
cosas sobre la ELA. Cada nuevo dato que encontraba le hacía sentirse más
desanimado. Y eso sin contar los testimonios que leía de personas con la misma
enfermedad, pero en una fase más avanzada que la suya.
La idea general que pudo comprender Pavel tras la
charla con el médico y su búsqueda por internet, era que la ELA consistía en
una enfermedad neuromuscular, en la que ciertas células nerviosas ubicadas en
el cerebro y la médula espinal, y que manejan el movimiento de la musculatura,
van dejando de funcionar progresivamente para acabar muriendo, lo que provoca
debilidad y atrofia muscular en la persona afectada. Los síntomas de la
enfermedad eran variados, desde la debilidad o dificultad para coordinar
algunas extremidades, a cambios en el habla, la irrupción de movimientos
musculares anormales como espasmos, sacudidas o calambres, o una pérdida
anormal de masa muscular o peso corporal. La progresión de la enfermedad
variaba en función de las distintas partes del cuerpo afectadas. Aunque lo más
desalentador, si es que lo anterior no bastaba, lo constituía el hecho de que
no había cura para todo esto. Y esto fue lo más difícil de asimilar para Pavel.
Las dos semanas que siguieron a la vista al médico,
estuvieron llenas de tristeza, desesperación y derrota para el ánimo de Pavel.
Pero como ocurre a veces tras una tormenta, llegó la calma. Pavel se concienció
de que era importante plantar cara a su mal, y de que tenía que reunir fuerzas
de cualquier manera posible. Así que se decidió por seguir haciendo lo que
mejor se le daba: crear ilusiones. Y para ello reanudó el trabajo en su taller,
donde continuó construyendo juguetes de madera, que era lo que le apasionaba
desde su infancia. Se sentía triste al pensar que con el paso del tiempo no
podría seguir fabricando y pintando a mano esos juguetes, pero hasta que eso
sucediera, iba a seguir haciendo honor a su apodo, creando ilusión en cada niño
y niña que visitaba su taller con una sonrisa en el rostro, y que pedía a sus
padres que le compraran algo de allí. Incluso tenía abundancia de pedidos de
distintas tiendas de juguetes de Granada y Andalucía, ya que su trabajo era muy
valorado por el gremio de los empresarios jugueteros. Así que, como decía
Freddie Mercury en una de las últimas canciones que compuso antes de morir, el
espectáculo debía continuar.
Los primeros meses tras el diagnóstico fueron duros.
Y no se debía solamente al hecho de que fuese una enfermedad para la que apenas
había tratamientos eficaces que la frenaran, sino porque Pavel no tenía una
familia que le ayudara a sobrellevar esa carga, o que le funcionara como
estímulo para luchar cada día. Era cierto que no tenía una familia por decisión
propia. Aunque tenía sus juguetes, que era aquello que más le había llenado
desde que una tragedia en su infancia le cambió la vida por completo. Sus
creaciones habían sido pieza fundamental para la felicidad de Pavel a lo largo
de su vida, desde su llegada a España hacía 42 años, hasta el presente. Figuras
hechas principalmente con madera y otros materiales, y pintadas en su totalidad
a mano. En el taller de Pavel se habían creado coches y vehículos de todo tipo,
camiones de bomberos, ambulancias, y una increíble variedad de animales y
figuras. Y aunque era la base de la subsistencia de Pavel, la venta de cada
juguete le causaba dolor, porque sentía que, aunque iba a hacer feliz a otra
persona, no dejaba de ser una pequeña parte de él la que se marchaba
definitivamente. Por ello, otra parte de su ser se alegraba de que aún quedaran
en el taller algunas de sus creaciones. Así que sí, definitivamente, tenía sus
juguetes, que había aprendido a elaborar gracias a Petr, su tío paterno, quien
se encargó de cuidarle cuando todo cambió en el pasado.
Pavel había nacido en Praga. Cuando contaba con 8
años de edad, sus padres decidieron viajar a España en sus vacaciones de
verano. El destino escogido había sido Granada, una preciosa ciudad ubicada en
Andalucía, al sur del país. Allí llevaba 2 años viviendo Petr, el hermano mayor
del padre de Pavel, y que se ganaba la vida como juguetero. Todo parecía
idílico en los primeros días vacacionales y de reencuentro familiar, pero
aquello derivó en tragedia. Una semana después de llegar a Granada, los padres
de Pavel compraron billetes para un autobús que iba a Sierra Nevada. La idea
original había sido ir a esquiar en familia, pero Petr recibió un encargo
importante en el taller y no podía ir, y Pavel quiso quedarse con su tío para
verle trabajar. Resignados, los padres del chico decidieron ir solos y cogieron
el autobús que subía hasta el lugar. En la parte final del recorrido, el
vehículo tuvo un fallo mecánico en la carretera, y se despeñó por un barranco,
falleciendo todas las personas que iban a bordo. Fue así como se gestó el
destino de Pavel, que aunque se quedó con su tío, se encontraba en un país
ajeno al suyo, de costumbres distintas y diferente idioma. A efectos prácticos,
y dado que iba a vivir en Granada con Petr, Pavel estaba muy lejos de cualquier
otro pariente vivo, por lo que sólo tenía a su tío como apoyo. Pero como
descubrió con el tiempo, los juguetes también se convirtieron en su familia.
Y los juguetes y las ocupaciones del taller, que
mantenían la mente y el ánimo de Pavel al alza, hicieron que el paso de los
meses fuera menos duro a pesar de la progresión de la enfermedad, que iba
perjudicando seriamente el uso de sus manos. Aunque visitaba a su médico con
frecuencia y se tomaba lo que éste le mandaba
para combatir los síntomas, raro era el día en que sus manos no sufrían
algunas sacudidas, ni perdían su fuerza de antaño. Eso, sumado a que empezaba a
tener a veces poca coordinación en el uso de sus piernas, hizo que la mayor parte
del tiempo que pasaba en el taller, lo hiciera sin despegarse de su silla de
trabajo. Pero ello no le había impedido seguir cumpliendo su parte en los
pedidos que aún le hacían algunas tiendas de juguetes. Era esa actividad y esa
sensación de seguir siendo valorado y solicitado, lo que dotaba de mayor
fortaleza a Pavel en sus días más oscuros de ánimo. Y esa necesidad de sentirse
activo le hizo aceptar un último gran pedido, realizado por un coleccionista
privado, aún con la incertidumbre de saber si podría terminarlo a tiempo. En
circunstancias normales lo habría aceptado sin problemas, pero el deterioro que
la enfermedad le había causado, podía alterar por completo cualquier tiempo
estimado de trabajo, a pesar de que el cliente se había mostrado flexible con
el plazo de entrega. Sin embargo, Pavel necesitaba un reto así para volver a
levantarse cada día con el ánimo de comerse el mundo, o al menos, de darle un
buen bocado.
El pedido consistía en una colección de figuras que
representaran distintas escenas del lejano oeste. Dicho de otro modo, Pavel
tendría que hacer caballos, búfalos, vacas, vaqueros, agentes de la ley,
soldados, indios, carretas, y un tren. El cliente le había informado de lo que
necesitaba, argumentando que él ya contaba con los distintos decorados, pero
que quería algo hecho por alguien del talento de Pavel. Debía ser alguien que
tuviera en mucha estima el trabajo y la reputación de Pavel, porque había
ofrecido un precio muy superior a lo que acostumbraba a cobrar el checo. Pero
en esta ocasión no era la soga de la economía lo que apretaba el cuello del
artista, sino la tristeza de pensar que podría no acabar el trabajo si las
manos le seguían fallando a veces, y empeoraban a lo largo del tiempo que
tardara en acabar su trabajo.
Esa duda, con la que se acostaba cada noche, dio
lugar a que Pavel adoptara un ritual desde el primer día en que empezó a preparar
el nuevo pedido. Sólo variaba la hora en que lo empezaba algunos días, que
variaba en función de sus visitas al médico. Cada mañana que llegaba al taller,
se sentaba en su silla, se miraba las manos, y antes de empezar a trabajar la
madera, le hablaba a éstas como si tuvieran vida propia:
- Sé que no es vuestra culpa lo que me pasa, pero os
necesito más que nunca. Así que hagamos magia, y que nada nos frene.
Acto seguido, ponía en el equipo de música del
taller algún disco de Antonín Dvorak, su compositor clásico favorito, y se
entregaba en cuerpo y alma a su tarea. Al mediodía sacaba de una bolsa el
almuerzo que había preparado en casa, y tras comer un poco, volvía a trabajar.
La última parte del ritual, y quizás la más importante, tenía lugar antes de
marcharse del taller. Pavel se dirigía a un escritorio que tenía allí, sobre el
que había varios álbumes de fotos, y empleaba un buen rato mirando cada foto de
su interior. Allí estaban todas y cada una de las cosas que había creado Pavel
desde que su tío Petr le enseñó el oficio. Era un viaje al tiempo que le
recordaba todo lo que había sido capaz de hacer: soldados cascanueces,
bomberos, policías, piratas, granjeros, payasos de circo y distintos animales
haciendo acrobacias, muñecos de ventrílocuo, títeres…. Tras ver las fotos de
los títeres, Pavel dejaba los álbumes, y sacaba de uno de los cajones del
escritorio su creación favorita. Se llamaba “Petr el diligente”, y era un
títere que tenía la apariencia de un director de orquesta, con batuta incluida.
Pavel lo había elaborado poco antes de morir su tío
Petr, y jamás olvidaría la sonrisa de su tío cuando, al ritmo de Dvorak, “Petr
el diligente” simulaba orquestar todos los movimientos de la música a la
perfección. Cada vez que Pavel sacaba el títere del cajón, jugaba un rato con
él, y volvía a guardarlo, terminando de ver el resto de las fotos. Una vez que
llegaba a la última página del álbum más reciente, que estaba vacía pero tenía
una nota escrita a mano donde se fijaba el plazo estimado del último pedido,
echaba un vistazo a sus progresos del día, observaba los lugares del taller
donde había figuras que aún no se habían vendido, y deseaba tener fuerza para
seguir hasta el final. Y así concluía cada jornada, con Pavel marchándose del
taller a casa, cenando algo, y durmiendo hasta el día siguiente.
Pasaron varias semanas así, con Pavel trabajando al
ritmo que sus manos le dejaban, que cada vez era más entrecortado. Llegaba un
punto en el que coger cualquier herramienta del taller le suponía un esfuerzo
considerable, y eso minaba su moral. Pero él seguía cumpliendo con su ritual,
que consideraba más importante a cada día que pasaba. A expensas de su ritmo de
trabajo, había días malos en que sólo lograba trabajar media jornada.
Un día de febrero, a pesar de que Pavel había
cumplido la parte inicial de su ritual, descubrió con creciente tristeza que no
tenía fuerzas para trabajar aquel día. Eso tuvo lugar cuando, poco después de
poner la música clásica, y tras coger un caballo en el que estaba trabajando,
se le cayó de las manos al suelo, y se sintió físicamente incapaz de recogerlo.
Podía agacharse y rozarlo con los dedos, pero no sostenerlo. Aquel día, y sin
dejar de llorar, se tumbó en un viejo sofá que había cerca del escritorio, y se
durmió hasta mediada la tarde. Cuando se despertó se sentía algo mejor, y fue
capaz de sentarse tras el escritorio para ver sus álbumes de fotos. Haciendo
acopio de todas sus energías, sacó a “Petr el diligente” del cajón, y lo dejó
sobre sus rodillas mientras veía más fotos. Al llegar a la última página del
álbum reciente, donde la nota a mano decía “Pedido
terminando a finales de febrero de 2016”, Pavel rompió a llorar nuevamente.
Veía más lejano que nunca el día en que haría las fotos que faltaban. Sin darse
cuenta hasta que ya era tarde, una buena cantidad de sus lágrimas habían caído
sobre el títere. Pavel logró dejarlo sobre el escritorio, y tras pedirle perdón
por haberlo mojado, se marchó del taller, aún con lágrimas en los ojos. Una vez
que llegó a casa, cenó algo rápido y se metió en la cama, sin dejar de pensar
en su pedido a medio terminar, y en su títere favorito. Y así, con más
facilidad de la que imaginaba aquella noche, se quedó dormido.
Mientras Pavel dormía, en el interior de su taller
iba a ocurrir algo extraordinario. Encima del escritorio, se estaba terminando
de secar la última de las lágrimas que se le habían caído a Pavel sobre “Petr
el diligente”. De repente, algo pareció cobrar vida en el interior del títere,
que dio un salto para ponerse en pie sobre el escritorio. Los hilos que había
sobre su cabeza parecieron cobrar vida propia, y la figura empezó a moverse
alrededor del escritorio. Parecía cosa de magia, ya que “Petr el diligente”
hacía todo tipo de movimientos sin que nadie le estuviese dirigiendo. Una de
sus manos se colocó sobre su pecho, donde había caído la última lágrima de
Pavel, y entonces, recibiendo una pequeña descarga de energía, el títere supo
por qué había cobrado vida. Parecía como si las lágrimas que habían caído sobre
él, le hubieran transmitido todas las ideas que Pavel tenía para su último
pedido. No tenía tiempo que perder aquella noche.
Impulsado por esa fuerza invisible que movía sus
hilos, llegó volando hasta el lugar donde estaba el equipo de música de Pavel.
Una vez allí, y sirviéndose de la pequeña batuta de madera pegada a una de sus
manos, el títere logró encender el aparato y darle al “play”, inundando de
música el taller. Entonces el títere, de un modo distinto al que los humanos
sienten las cosas, notó en su interior una nueva descarga de energía, y
descubrió que no sólo tenía una misión aquella noche, sino que las notas
musicales que envolvían su cuerpo le transmitían un mensaje, el mensaje de que
era eso para lo que él había sido construido. Iba a ejercer de director de
orquesta, aunque no del modo en que Pavel hubiera imaginado.
El títere, que no dejaba de dar saltos de un lado a
otro del taller, fue encendiendo las luces. Posteriormente, fue pasando por
delante de cada figura, vehículo o accesorio que había construido Pavel. Iba
rozando la superficie de cada uno con la punta de su batuta, haciendo que
cobraran vida a su paso. Cuando logró dar vida a cada juguete del taller, el
títere se subió al escritorio de Pavel, colocándose sobre el álbum de fotos,
que seguía abierto por la última página. Entonces, y aprovechando que empezaba
una nueva canción, “Petr el diligente” hizo honor a su nombre, y, moviendo su
batuta en el aire, dirigió a cada juguete hasta el lugar que debía ocupar. Las
figuras que semejaban a personas en distintos oficios o épocas se situaron
junto a las herramientas de Pavel, y el resto de juguetes estaban junto a los
materiales de trabajo. El títere volvió a mover su batuta, y todos empezaron a
hacer su labor, formando así una compacta y mágica cadena de trabajo. Aquel
pedido se acabaría a tiempo, y el títere, que no distaba mucho de un director
de orquesta humano, se aseguraría de que así fuera. Su creador merecía el
esfuerzo.
La noche iba tocando a su fin y todo iba
perfectamente. Con la seguridad de que cada juguete acabaría su labor sin
necesidad de más instrucciones, el títere saltó a la mesa de trabajo, hundió la
punta de su batuta en un bote de pintura negra que un mono que daba vueltas
estaba usando para pintar un caballo, y con otro nuevo salto regresó al
escritorio. Una vez allí, escribió con la punta de la batuta sobre la página en
blanco del álbum. Quedaba poco para que aparecieran los primeros rayos de sol,
y quería terminar de escribir su mensaje antes de volver a su estado inerte e
inmóvil.
Ya en el amanecer de un nuevo día, Pavel se despertó
algo mejor, y se sintió animado ante la idea de avanzar un poco más en su
pedido del oeste. Desayunó algo ligero, y se dirigió al taller. Hacía una
mañana maravillosa, con un sol que daba más calidez de que lo que acostumbraba
en esa época del año. Cuando Pavel abrió la puerta de su taller, se quedó
estupefacto ante lo que veían sus ojos. Sobre su mesa de trabajo, reposaba la
colección entera de juguetes del oeste que le habían encargado, tal como él la
había imaginado. Era increíble, no podía explicarse cómo era posible, ya que
sus progresos hasta el día anterior no suponían ni la mitad del trabajo. Con
manos temblorosas, cerró la puerta del taller, se dirigió a la mesa, y empezó a
acariciar cada figura. Eran reales, podía sentir el tacto de la madera, y para
su sorpresa, la frescura de la pintura, ya que al tocar un caballo, sus dedos
se mancharon de pintura negra. Aquello era fascinante, no era capaz de imaginar
cómo se había producido aquel milagro. Nadie más que él sabía cómo quería que
fuera exactamente la colección, que era fiel reflejo de lo que su mente había
concebido tiempo atrás.
Con el deseo de cumplir la parte final de cada
trabajo, se dirigió hacia su escritorio, sacando de uno de los cajones la
cámara de fotos con la que inmortalizaba cada creación. Entonces, y fijando su
vista en el álbum de fotos, vio un mensaje escrito con letra pequeña. Parecía
pintura negra del mismo tipo que tenían sus dedos tras tocar el caballo. El mensaje
decía lo siguiente:
“Pedido
terminado en honor a Pavel, el ilusionista checo, cuya dedicación al oficio ha
trascendido más allá de lo humano. No pierdas las ganas de luchar cada día por
muy oscuro que sea todo a tu alrededor. Gracias por crearme, “Petr el
diligente”.
Tras la última letra, había un pequeño rastro de
pintura. Pavel, con el pulso acelerado, lo siguió hasta la punta de la batuta
de su títere, situado junto al álbum. No podía ser posible. No, no era posible,
se trataba sólo de un títere…Pero entonces Pavel volvió a leer el mensaje, y se
centró en la siguiente parte: “cuya
dedicación al oficio ha trascendido más allá de lo humano”. Entonces Pavel,
a pesar de considerar una locura lo que su mente estaba pensando, agarró a
“Petr el diligente” entre sus brazos, y rompió a llorar, pero en esta ocasión
de alegría. Ahí supo que tenía que seguir luchando por duro que fuera su
futuro, y que no iba a estar solo en su camino. No a partir de aquel día.
Nota adicional: Desde aquí mando mi ánimo para todas las personas que padecen ELA, nunca dejéis de luchar contra esta enfermedad, ni siquiera cuando penséis que lo hacéis en soledad.