Qué gran placer suponía
disfrutar nuevamente del silencio, de la calma, de la tranquilidad que aportaba
el no escuchar absolutamente nada como sonido de fondo. Al menos durante un
rato. Era comprensible que en un barrio residencial formado por casas con sus
propios patios y piscinas, hubiera ruido en determinados momentos del día. Lo
raro sería la total y permanente ausencia del mismo. Pero todas y cada una de las
personas de los alrededores respetaban un horario común, que se había
convertido en costumbre y muestra de respeto hacia la vecindad.
Sin embargo,
últimamente las cosas se habían desmadrado. Había costado recuperar esa delicia
para el alma que era el silencio. Vaya si había costado. Y eso que tan sólo se
rompió la armonía durante un par de semanas, justo las que estuvieron en el
barrio los nuevos vecinos, y que, gracias a un gran trabajo en equipo, no
volverían a molestar a nadie.
Todo había comenzado cuando
Germán Sánchez había puesto en alquiler su casa. Germán era un vecino
encantador y respetuoso con los demás, pero tenía que cambiarse de ciudad por
motivos laborales, y ante su rechazo a deshacerse definitivamente de su hogar,
había optado por una solución más conservadora de su posesión inmobiliaria. Teniendo
en cuenta la buena situación del barrio, ubicado en la periferia de Granada,
así como el inmejorable estado en el que se encontraba su vivienda, Germán no
tardó en contactar con una pareja que se mostró muy interesada en alquilar la
casa.
Dicha pareja estaba
formada por un joven matrimonio sin hijos ni mascotas, y parecía bastante
amigable. Al menos eso era lo que contaba Germán al resto del vecindario, una
vez que se fue despidiendo de las personas que habían formado parte de su vida
durante bastantes años. En cualquier caso, y por si había algún tipo de
problemas, Germán le facilitó a algunos de sus vecinos (los que él consideraba
de mayor influencia entre los demás) la forma de contactarle en caso de
urgencia.
Las cosas siguieron su
curso normal a medida que fue pasando el tiempo, y Germán se marchó del barrio,
entrando en escena la nueva familia. Aquí fue donde Emilio Castro, Ángel
Valdivieso y Emma Cardona, en representación del resto del vecindario, tomaron
la iniciativa de dar la bienvenida a los nuevos vecinos, que, como comentó
Germán, parecían simpáticos. Dicha bienvenida suponía por una parte un acto
natural de cortesía y hospitalidad, pero también escondía un motivo oculto:
captar todas las sensaciones posibles que desprendiera esa familia, para distinguir
si iban a ser buenos vecinos o por el contrario darían problemas a corto o
largo plazo.
Emilio, de profesión
policía local, Ángel, dueño de una constructora, y Emma, doctora en uno de los
hospitales de la ciudad, eran las personas a las que Germán había facilitado su
teléfono de contacto, porque, de manera palpable, eran los que tenían un mayor
peso e influencia entre el resto de personas de la zona. Anecdóticamente, las
familias de cada una de estas personas, no llegaban ni de lejos a ser tan altamente
estimadas por los demás vecinos. A fin de cuentas, cuando había cualquier tipo
de problema en el vecindario, de los que no necesitaban intervención policial o
de otra índole, este particular trío era la primera opción a la que se
recurría.
Los primeros días de la
nueva familia no hacían suponer que fuera a pasar nada malo, quizás porque al
estar adaptándose a un nuevo hogar, estas personas estuvieron ocupadas al
instalarse y habituarse a un entorno desconocido. Pero claro, ese efecto
terminó pasando pronto, y empezaron a producirse pequeños incidentes que, de
forma conjunta, terminaron precipitando los acontecimientos que desembocaron
en…bueno, una respuesta contundente del vecindario. Aunque aún no es momento de
revelar eso último.
Hay que señalar que
todas y cada una de las casas del vecindario, lindaban unas con otras, teniendo
como pequeña separación las calles que las rodeaban. Una de las casas que más
cerca estaba de la de los nuevos vecinos, era la de Emilio, el policía, que
estaba empezando sus vacaciones. Quizás esto influyó decisivamente en la manera
de sucederse cada uno de los hechos.
El caso es que al
cuarto día, y coincidiendo con un viernes noche, sus nuevos vecinos estuvieron
toda la tarde y parte de la noche con música puesta en su jardín, pero no a un
volumen que pasara inadvertido a los demás, sino a otro que sobrepasaba
bastante lo tolerable. Era como tener una feria al lado de casa. Además, se oía
de fondo a mucha gente hablando, lo que podía indicar que se estuviera
celebrando una pequeña fiesta para inaugurar el nuevo hogar. Emilio se dijo a
sí mismo que una vez sobrepasada la medianoche, la música cesaría, pero no lo
hizo. Por aquello de ser cortés, se abstuvo de presentarse en la casa vecina
para pedir que se moderara el sonido. Su placa le habría permitido lograr un mayor
efecto disuasorio, no le cabía duda, pero optó por hacer la vista gorda aquella
noche. Era posible que fuera un hecho aislado.
A la mañana siguiente,
Ángel, Emma y otros vecinos se presentaron en la casa de Emilio, para comentar
lo ocurrido durante la noche, ya que la cercanía de las casas provocaba que al
resto les hubiera afectado lo ocurrido tanto como a Emilio. La conclusión
general era que se trataba de algo lógico para quien llega a un nuevo hogar, y
quiere enseñárselo a su círculo de personas más cercanas. No fue agradable,
porque a algunos de los vecinos, Ángel entre ellos, les costó conciliar el
sueño, pero por una noche no pasaba nada. Si se repetía aquello, sí que habría
que tomar alguna decisión. Terminada esa pequeña reunión, cada uno se fue a su
casa, y las horas del día fueron pasando.
Sin embargo, mediada la
tarde, se produjo todo tal como el día anterior, de la misma manera e
implicando los mismos elementos. Música, grupo de personas, molestias nocturnas.
Entonces Emilio se acercó a la casa de los nuevos vecinos, llamó al timbre, y
una vez que le abrieron la puerta, les dijo, con toda la cordialidad que pudo,
que no eran horas para molestar a los demás con tanto ruido. Un día era
tolerable, pero dos no, porque marcaba el peligroso límite entre lo casual y la
costumbre, y esto último sería intolerable. Pues bien, la respuesta que le
dieron fue tajante: si le molestaba, que llamara a la policía. Emilio se
contuvo las ganas de darle un puñetazo a su vecino, para disfrutar añadiendo
que si eso le molestaba, también llamara al mismo sitio. Le costó mucho
reprimir ese intenso impulso. Pero lo consiguió.
Entonces se marchó, y
por el camino cogió su móvil y llamó a la policía. Podía haber ido a casa a
coger su placa y ejercer de modo intimidatorio su autoridad, pero optó por
seguir otro cauce de acción. Poco después, una patrulla policial llamó a casa
de sus vecinos, y aquello zanjó todo. Al menos por aquella noche y en lo que a
Emilio concernía.
Llegó la mañana
siguiente y otra vez Emilio, Ángel, Emma y otros vecinos volvieron a reunirse.
Esta vez, y a pesar de la drástica solución de la noche anterior, el ánimo
estaba más crispado. No era para menos, y es que tras la personación de la
policía en la casa de sus vecinos, estos habían estado ocupados una vez que
cortaron la música y cesó el ruido generado por sus invitados. Ángel contó que
cuando se despertó, encontró varias pintadas en la fachada de su casa. No fue
lo único reseñable. A Emma le pincharon las ruedas del coche, y a otros vecinos
también les habían ocurrido pequeños incidentes. Emilio no dejaba de
sorprenderse a medida que escuchaba todo. Buzones rotos, más pintadas,
cristales manchados por lo que parecían restos de huevos, y otras cosas
similares.
Era asombroso que todo
eso hubiese tenido lugar en una sola noche. Pero claro, los nuevos vecinos no
estaban solos, y quizás el resto de personas que había en su casa habían
ayudado a ese vandalismo como consecuencia de la intervención policial. Había
varias opciones a tomar en consideración, y Emilio las expuso de forma muy
breve. La más lógica era efectuar denuncias en la policía por cada suceso
acontecido. La más visceral implicaba personarse todos ante sus conflictivos
vecinos, y dejar bien claro que eso no iba a quedar así, y que habría
represalias. Tanto una como otra tenían una gran desventaja a juicio de Ángel,
y es que así mostraban sus cartas, no solamente haciendo visible su enojo, sino
revelando sus movimientos.
No obstante, Emilio,
manifestando ante los demás otro pensamiento impulsivo, dijo en tono de broma
que también podían matarlos. Lo impactante fue el extraño silencio que se
generó entre todos los presentes. No era el típico silencio de desaprobación,
propio de quienes saben que alguien ha dicho una barbaridad y no merece
respuesta. No. Era…un silencio más propio de quien muestra su posible
conformidad a una propuesta. Suponía pasarse de la raya, sí, pero… ¿no sería la
solución a sus problemas?
Emilio, ante la extraña
aceptación a su broma, propuso a los demás que se fueran a sus casas y pensaran
si de verdad llegarían a ese extremo. Les dijo que al día siguiente volverían a
reunirse para hablarlo de nuevo. Y algo importante, les advirtió que, si sus
vecinos volvían a actuar como las dos noches anteriores, esta vez les dejaran
seguir así. Eso decantaría su decisión final, fuera la lógica, la visceral,
o…la definitiva.
Y efectivamente, hubo
una tercera noche ruidosa, pero nadie intervino ni llamó nuevamente a la
policía. En el fondo, permitir esa conducta alimentaba su sangriento deseo,
amparado en una inocente justificación: ¿no merecía cada uno tener descanso en
su propia casa?
Al día siguiente, la
tercera reunión vecinal tuvo lugar. Esta vez, Emilio, con su decisión ya
tomada, y anticipando la del resto, había trazado un posible plan de acción. La
guinda del pastel le había venido al recordar algunas películas antiguas de
terror que vio en su infancia. Tras consultar a cada vecino sobre su decisión,
y no encontrándose con ninguna negativa, procedió a repartir las tareas. Empezó
por Ángel y Emma, que iban a tener la oportunidad de poner en práctica sus
habilidades profesionales, y luego continuó con los demás. La importancia del
plan consistía en dejar transcurrir unos días, averiguando más sobre los
vecinos, soportando su conducta aunque costase un enorme esfuerzo, y
asegurándose de encontrar los momentos en los que estaban ellos solos en casa.
Así acontecieron los
siguientes días. Era desconocida la ocupación del matrimonio, ya que pasaba
mucho tiempo en casa, pero una cosa era innegable, eran unos cabrones de
costumbres fijas, porque ni siquiera fuera del fin de semana respetaban el
descanso de los demás. La excepción, que vino perfecta para lo que acontecería
en su momento, lo suponía el hecho de que no había otras personas en la casa.
Al menos no en el patio, donde se las podía escuchar. Eso habilitaba para
pensar que las visitas sólo llegaban durante el fin de semana. Una revelación
excepcional de ser cierta.
La última reunión
vecinal, celebrada antes del fin de semana, tuvo lugar en la casa de Emma, que
era la que estaba más lejos de la zona de conflicto. Se perfilaron los detalles
finales del plan que Emilio había concebido días atrás, y cuyos interrogantes
habían quedado resueltos tras el seguimiento al matrimonio y sus hábitos. Ya
sólo quedaba una cosa: la ejecución. Y cada uno sabía qué debía hacer, y qué
utensilios llevar.
Había ido todo de
maravilla. Emilio, acompañado de Emma y la mitad de los vecinos, fue el primero
en entrar en acción. Empezó arrojando piedras a las ventanas delanteras de la
casa del matrimonio. Eso surtió el efecto deseado, captar la atención del dúo
conflictivo, que abrió la puerta de la casa para ver qué pasaba. El marido de
Emma, que portaba un cartón de huevos, los fue lanzando entonces a la fachada
delantera, logrando así enfadar a sus enemigos. En cuanto la puerta de la calle
fue abierta, los vecinos se echaron encima del matrimonio, sujetándoles para
que Emma pudiera anestesiarles con las jeringuillas que llevaba. En pocos
minutos, y a pesar de sus forcejeos, ambos quedaron fuera de combate.
Entonces la turba furibunda
entró en la casa, arrastrando al matrimonio. Emilio fue el único que se quedó
en la puerta. Llamó por teléfono a Ángel, y éste llegó enseguida a la calle,
conduciendo una de las furgonetas de su empresa. Tras abrir las puertas del
vehículo, Emilio, Ángel y un par de vecinos más, introdujeron en la casa
algunos sacos, ladrillos y útiles de albañilería. Mientras tanto, y en el salón
de la casa, Emma y su marido habían amordazado al matrimonio, y también les
habían atado las manos y tobillos con cuerdas, para poder limitar sus
movimientos cuando la anestesia dejase de hacer efecto. Del mismo modo, registraron
sus ropas en búsqueda de algún teléfono móvil, no hallando ninguno.
Tras varias horas de
arduo trabajo vecinal, y capitaneados por Ángel, lograron culminar el plan de
Emilio. Había sido necesario anestesiar una vez más al matrimonio, pero eso
había regalado un tiempo extra valioso. Al caer la noche, los molestos nuevos
vecinos estaban emparedados en el salón de la casa, mientras los demás se
felicitaban por el éxito de la operación. Nunca más les molestarían, y en sus
últimas y agónicas horas de vida, quizás recordarían la apoteósica bienvenida
al vecindario que les habían dado. Porque, hasta quedarse sin oxígeno, tendrían
tiempo de pensar, vaya si lo tendrían.
Fueron pasando los días
y las semanas sin noticias del matrimonio, a pesar de que sus amistades
intentaron visitarles sin éxito. Alarmados porque tampoco podían contactarles
por teléfono, interrogaron a algunos de los vecinos, que, siguiendo las últimas
directrices acordadas en casa de Ángel, daban la misma respuesta: se habían ido
de viaje, avisándoles de que le echaran un ojo a la casa por si pasaba algo.
Y hasta que ocurrieran
nuevos acontecimientos, Emilio, Ángel, Emma y el resto del vecindario, estaban
decididos a paladear cada noche de agradable sueño sin remordimiento alguno. Nadie
sentía un verdadero arrepentimiento por la horripilante manera en que se había
obrado. Sencillamente porque todos se justificaban pensando en lo mismo… ¿no
merecía todo el mundo un poco de descanso en su propio hogar?