César era un
hombre que no usaba la tecnología más de lo necesario. Tenía un iphone último
modelo proporcionado por la empresa para la que trabajaba, pero únicamente lo
usaba para hacer y recibir llamadas laborales. Su mujer Silvia sí que hacía un
uso más activo de su teléfono, ya que parecía una más de esas personas adicta
al whatsapp, facebook, twitter y otras aplicaciones. Y César sospechaba que su
mujer tenía un amante. No era una sospecha que pudiera fundamentar con pruebas
firmes, pero tenía una fuerte intuición al respecto. Algunas veces su mujer
recibía mensajes de texto, y tras leer en la pantalla la identidad de quien los
mandaba, se le encendía una sonrisa pícara en el rostro, y César se percataba
de ello.
Hacía
algunos meses que el matrimonio de César y Silvia no funcionaba bien, en
particular desde que Natalia, la hija de ambos, se independizara para vivir con
su pareja. Es cierto que en las primeras semanas tras la marcha de Natalia,
César y Silvia habían hecho el amor varias veces cada día y habían compartido
muchos ratos de ocio juntos, pero la empresa para la que trabajaba él sufrió un
importante varapalo económico, y requirió que cada trabajador se volcara más de
lo habitual para sacar adelante la situación. César pensaba que había sido a
partir de ese período, en el que pasaba más tiempo en su trabajo que en casa,
cuando su mujer buscó a otro hombre, ya que ella empezó a salir de casa más de
lo habitual. Y aunque no rechazaba hacer planes con su marido, sí que bajó considerablemente
el número de veces en que ella proponía algo para hacer juntos.
Toda
sospecha albergada hacia Silvia, se confirmó cuando César contrató a un
detective privado para seguirla. Éste descubrió que ella se veía varias veces a
la semana con otro hombre, y tras besarse efusivamente y dedicarse algunos
mimos en público, terminaban marchándose a algún hotel. Todo lo que sucediera
tras atravesar las puertas del hotel de turno, dejaba de tener importancia para
César, que se sentía traicionado y humillado por la persona a la que quería, y
de la que nunca esperaba semejante conducta. Mientras él se metía en el fango
para sacar adelante su trabajo, su mujer se dedicaba a zorrear con otro hombre,
y eso era imperdonable. Sin embargo, al tiempo que había recibido el informe
del detective privado, se encontraba finalizando una importante negociación que
ayudaría a reflotar su trabajo, y él sería el principal artífice, por lo que su
jefe tendría razones más que sobradas para alegrarse de tenerle como empleado.
Así que durante algunas semanas, César se dedicó a representar con su mujer el
papel de esposo cornudo e ignorante, al tiempo que finalizaba dicha
negociación. Y cuando se convirtió en el héroe para su jefe y sus compañeros de
trabajo, se ganó un aumento de sueldo y unas merecidas vacaciones. Fue entonces
cuando empezó a idear la estrategia a seguir con su mujer.
Un día,
cuando César tenía pensado el plan a seguir, le dijo a su mujer que la llevaría
de compras, ya que a eso nunca se oponía ella, y eso le haría bajar un poco la
guardia. Sería entonces después de eso, y cuando ella no se lo esperara, cuando
él le diría todo lo que sabía de su amante, y soltaría todo el estrés acumulado
tiempo atrás por esa situación. Sin embargo, todo cambió al empezar la tarde de
compras, cuando César y Silvia se acercaron a una tienda de ropa, que presumía
de tener el único e incomparable escaparate inteligente de la ciudad. En dicho
escaparate había un curioso artefacto adosado a una pequeña pantalla de
televisión. Un cartel situado al lado, explicaba que para usar el escaparate
inteligente y averiguar qué era lo que más se deseaba de la tienda, una persona
debía situarse frente al artefacto, mirar fijamente durante unos segundos, y el
pensamiento revelado aparecería en la pantalla de televisión. A César le
parecía una soberana estupidez, pero su esposa claramente demostró no pensar lo
mismo, ya que sin pensarlo empezó a seguir las instrucciones para averiguar lo
que más deseaba. Y tras un minuto de expectación, en la pantalla salió la
siguiente frase: “Lo que más deseas de la
tienda, es una falda floreada de tubo”. Y César empezó a reírse de
semejante estupidez, aunque paró al observar poco después que su mujer estaba
muy seria, y que le hablaba a cámara lenta:
- Pues
es verdad, una de las cosas que más me apetecía comprar era una falda floreada
de tubo, no me lo puedo creer.
- Cariño,
es un truco publicitario, sólo eso, a saber la de veces que habrá salido esa
frase u otra similar por esa pantalla.
- Piensa
lo que quieras César, pero no ha sido casualidad. Voy a entrar a buscar esa
falda, ¿vienes?- No,
prefiero quedarme fuera, no vaya a ser que empiece a reírme como un loco dentro
de la tienda.
- Está
bien, hasta ahora.
Y Silvia se
adentró en la tienda, mientras César se quedaba fuera mirando el escaparate. No
dejaba de ser una estupidez, una ingeniosa treta elaborada para vender más. Pero
tras la reacción de su mujer, a él le había picado la curiosidad. Así que
observó a su alrededor, vio a algunas personas por los alrededores, casi todas
salvo una distraídas mirando la pantalla de sus teléfonos, y empezó a usar el
artilugio del escaparate. Tras un minuto de espera, y cuando iba a reírse por
lo tonto que se sentía, la pantalla mostró una frase que le dejó helada la
sangre: “Lo que más deseas de la tienda,
es matar a tu mujer”.
La primera
reacción de César fue mirar a su alrededor, por si alguien más había leído la
frase de la pantalla. Un sudor frío empezó a invadir su organismo mientras
observaba. Sin embargo, las personas que anteriormente estaban cerca, seguían
mirando absortas sus teléfonos, y la única que no lo hacía estaba de espaldas.
Así que César volvió a observar la pantalla, sintió una extraña sensación por
el contenido de aquella frase, y se alejó parsimoniosamente del escaparate,
deseando que la pantalla quedara nuevamente en blanco y nadie más pudiera ver
lo que figuraba en ella. Tras un par de minutos, y cuando una pareja se
acercaba hacia la tienda, la frase desapareció, y César sintió un enorme alivio
en su interior. Sin saber cómo reaccionar, acabó entrando en la tienda, y tras
buscar a su mujer, la encontró mirando una preciosa falda floreada de tubo.
Silvia le saludó, y le dijo una frase que dejó aún más desconcertado a César:
- Es
increíble cariño, es exactamente la falda que quería. Ríete ahora del
escaparate.
En eso
pensaba César, en reírse, pero no del modo en que se ríe una persona de forma
normal, sino del modo en que lo haría un loco ingresado en un psiquiátrico. Aquella
frase se aparecía continuamente en la mente de César, y llegó a tal punto que
desmontó la estrategia que éste se había trazado para hablar con Silvia de su
infidelidad. Tras pagarle a su mujer la falda, salieron de la tienda. El resto
de la tarde de compras transcurrió para César a una velocidad equivalente al
paso de varios años de vida, y trató de buscar explicaciones de todo tipo al
deseo que había manifestado aquel escaparate inteligente. Sin embargo, y una
vez que descartó los pensamientos de un truco publicitario (si moría una mujer
la tienda perdía una fuente de ingresos potencial y estable), su mente redujo
los campos de pensamiento. Podía ser cuestión de un error en la programación de
aquel escaparate, ya que a fin de cuentas no dejaba de ser una máquina, y las
máquinas tampoco eran perfectas. Podía ser incluso una broma demasiado macabra
que por alguna razón se le había gastado a él. Lo que no era posible es que
reflejara un auténtico deseo interior que César tuviera, pero del que
conscientemente aún no había noticias. Sin embargo, y como si de un proceso
selectivo se tratara, cuando César y Silvia llegaron a casa para cenar, él ya
había descartado otro motivo, el de la broma macabra. Ya sólo quedaban dos, el
error tecnológico, y el auténtico deseo. En condiciones normales no habría descartado
la broma, sino que habría sido el deseo, pero durante el camino a casa recordó
el informe del detective privado, la rabia que había azotado su interior, y eso
le hizo descartar la broma. Error o deseo, esas palabras afloraron en sus
pensamientos tras la cena, mientras daba vueltas en la cama, y finalmente
dieron paso a la frase de la discordia: “Lo
que más deseas de la tienda, es matar a tu mujer”.
Al día
siguiente, y tras haber pasado la noche sin dormir, César se despidió de su adúltera
mujer antes de que ella se fuera al trabajo, y se metió en la ducha. A veces la
ducha le servía para despejar la mente y aclararle las ideas, pero en esa
ocasión no hubo suerte, y la duda no dejaba de azotar su mente: error o deseo.
Tras secarse y vestirse, desayunó, encendió la tele sin prestarle demasiada
atención, y trató de distraerse pensando en otras cosas. Pero fue una tarea
imposible. Probó suerte usando el violín que guardaba en su habitación, y que
sabía tocar de manera competente. Pero tras las primeras notas de alguna
canción que conocía, se quedaba encasquillado, y sus oídos protestaban del
mismo modo en que lo hacen cuando ponemos un disco de música rayado y se oye el
mismo sonido una y otra vez. Finalmente, César salió a pasear, y no volvió a
casa hasta el mediodía, donde coincidió con Silvia. Comieron juntos, y ella se
quedó viendo la tele mientras él se marchaba nuevamente a pasear. A lo largo de
la tarde, una idea fue tomando paso en la saturada mente de César, y se acabó
convirtiendo en lo único que podía sacarle de dudas. Así que cuando éste
regresó a casa, ayudó a su mujer a preparar la cena, y una vez que cenaron le
dijo a Silvia que había quedado con unos amigos para tomar una copa, y que
estaría un par de horas fuera de casa.
Realmente no
había quedado con nadie, había sido una mentira para poder ejecutar su idea,
considerando que fuera posible. En muchos comercios existe la tendencia de
dejar durante la noche algunas luces y escaparates encendidos, para que la
gente pueda ver los productos, y César deseaba que en aquella tienda de ropa
tuvieran esa misma costumbre. A medida que recorría calles rumbo a su destino,
le temblaba el pulso y sentía cierta emoción, una emoción similar a cuando un
universitario va a mirar la nota de la última asignatura que le queda en la
carrera, y los nervios lo devoran por dentro. Así que cuando finalmente llegó
al escaparate inteligente, sintió el deseo de dar saltos de alegría al
comprobar que estaba encendido. Observó a su alrededor sin que hubiera nadie en
aquella zona, y eso le relajó un poco. Antes de ponerse frente al escaparate,
recordó la importancia de hacer aquello. Durante la tarde había llegado a la
conclusión de que la pantalla mostraba lo que uno más deseaba del interior de
la tienda, y en cuanto a su mujer sí que había acertado de lleno el artilugio
adivinador. Sin embargo, en cuanto a él…
César se
armó de valor, repitió la misma operación que había realizado la tarde
anterior, y esperó a que la pantalla mostrara el resultado. Se había preparado
para muchas frases, e incluso para la posibilidad de que saliera un error por
no estar la tienda abierta o no estar su mujer dentro. Sin embargo…cuando la
pantalla reveló su deseo, lo hizo con un ligero matiz respecto a la tarde
anterior. Se habían suprimido tres palabras de “Lo que más deseas de la tienda, es matar a tu mujer”. Tres palabras que daban un toque aún más
aterrador a todo aquello. Y el deseo que arrojó la pantalla esa noche, y que
hizo tiritar de frío a César, fue el siguiente. “Lo que más deseas, es matar a tu mujer”. Ya no había tienda de por
medio en la frase, sino una reafirmación del primer deseo.
Y mientras
César caminaba a casa, empezó a notar que algo cambiaba en su interior, dejando
paso a una creciente necesidad de cumplir su deseo. Sin embargo, decidió que
volvería algunos días después a aquel escaparate, y sólo entonces actuaría. Una
vez que llegó a casa y se acostó en la cama con su mujer, tuvo un último
pensamiento antes de dormir: si el deseo volvía a salir por tercera vez,
entonces la mataría. Y es que la tecnología podía equivocarse, pero los
humanos estaban abandonándose cada vez más a ello y a todo progreso mecanizado
o informático, así que César pensó… ¿por qué iba a ser el único que no hiciera un
buen uso de la tecnología?