22 de julio de 2022

Dos amigos en el mar

Hoy era el día de la semana en el que Segismundo, el encargado del faro en la población de Almubreña, iba a visitar a su mejor amigo. Era un ritual que mantenía desde hacía tiempo. Se levantaba muy temprano, tomaba un desayuno frugal, y, antes de marcharse, hacía algunas tareas de mantenimiento del faro. Posteriormente, y una vez engalanado para la ocasión con las ropas más viejas que tenía en su armario, Segismundo se iría al puerto, donde estaba atracado un pequeño barco que poseía de nombre “Spielberg”.  

Para aquella visita semanal, y antes de subirse al barco, Segismundo siempre hacía una pequeña visita previa en una carnicería de Almubreña. Una vez que salía del establecimiento con un par de pesadas bolsas, se subía al Spielberg y ponía rumbo al lugar del encuentro. No eran pocos los marineros que le dirigían siempre miradas de incisiva curiosidad. Y hay que decir que estaban justificadas, pues lo normal es que el farero de una localidad no se fuera muy lejos de su lugar de trabajo, pero no era menos cierto que, en una zona con tan bonito mar rodeándola, era un pecado no darse una escapada.  

Segismundo era consciente de la rumorología que desataba entre la gente del puerto su paseo semanal en barco, pero le daba igual. A su manera, se entendía mejor con su amigo de lo que a veces le ocurría con cualquier persona humana. No era algo baladí, pues, para alguien que llevaba toda la vida viviendo en aquella zona, lo normal era estar fuertemente arraigado en la sociedad local. Pero eso no se cumplía totalmente en el caso de Segismundo.  

Aquel día el mar estaba en calma y hacía buena temperatura, y no era difícil tener una buena visibilidad del agua y lo que había bajo ella hasta cierta distancia. Cuando estaba llegando al lugar donde siempre solía detener el barco, Segismundo aminoró la marcha del motor poco a poco, hasta detenerlo por completo.  

Una vez frenada la marcha, rebuscó en el interior de la cabina del barco, y sacó una antigua radio de cassette que funcionaba a pilas. Como tenía por costumbre llevar siempre a bordo pilas nuevas para no quedarse sin usar la radio, no debía preocuparse por aquello. De todas formas, justo la semana pasada le había puesto un par nuevo al aparato.  

Segismundo encendió la radio e introdujo una cinta de los Ac/Dc, y, antes de poner el volumen al máximo, la colocó en la popa del barco, sujetándola con una cuerda. Comenzó a observar a su alrededor en todas direcciones, pero de momento el agua seguía tan calmada con antes, y no había rastro de su amigo. Claro que a veces se hacía el remolón. Y, aunque al principio de su relación Segismundo iba otros días de la semana, solamente en aquel en concreto tenía éxito en su visita. 

Una vez que volvió a la cabina, sacó las bolsas que había traído de la carnicería de Almubreña. Lo que compró eran grandes piezas de carne, que habrían sido más apropiadas para una barbacoa o un asado que para echarlas al mar. Pero era lo único que había visto comer a su amigo Tibla, como él lo llamaba. Segismundo ató varias piezas de carne cruda a un hilo de pescar, y el extremo del mismo a una de las abrazaderas del barco. Posteriormente, lanzó la carne al agua. 

Repitió esto varias veces en otras zonas hasta deshacerse de toda la carne. La música amenizaba la tarea y Segismundo, que era un gran fan del grupo, se animaba en momentos puntuales a bailar un poco. Cuando consideró que era el momento apropiado para ponerse más insistente con Tibla, se acercó a la cabina, encendió el motor, y puso en movimiento el barco.  

No sabía si era la mejor manera de atraer a Tibla, pero lo que siempre le funcionaba en última instancia era dar vueltas en círculos por una misma zona de agua, dejando que el ruido y el olor de la carne funcionaran como reclamo para su amigo. Cuando llevaba unos minutos maniobrando el timón, Segismundo al fin lo avistó. Le alegró ver aquella enorme aleta en el agua, y comprobar que se acercaba a gran velocidad en su dirección. La guitarra de Angus Young sonaba furibunda en aquel momento, y no hacía sino conferirle emoción al reencuentro de estos dos peculiares amigos en el mar. Si en aquel instante hubiese estado allí el cineasta que daba nombre al barco... a saber qué habría sentido. 

Cuando la aleta de Tibla indicaba que el tiburón blanco estaba a escasos metros de la popa, Segismundo giró el timón para dejar de dar vueltas y tener una dirección diferente. Aunque tenía la vista en el frente, Segismundo giraba la cabeza continuamente para observar la dirección de la aleta. Algunos minutos después, comenzó a aminorar la velocidad del motor, pero sin detenerlo. Se alejó momentáneamente de la cabina y, con un cuchillo bien afilado, cortó el extremo de uno de los hilos de pescar. Tibla estaba muy cerca (tanto que el farero pudo verlo a través del agua, con sus casi cinco metros de tamaño), y en aquel momento varió ligeramente su trayectoria, para ir en la dirección donde se hundía la carne. Con esto, desapareció su aleta del agua. 

Segismundo regresó a la cabina y volvió a darle fuerza al motor. Tibla no tardó mucho en reaparecer, mostrando su aleta. El farero dio la vuelta y en las siguientes ocasiones, sin reducir la velocidad, continuó cortando el resto de los hilos de pescar, hasta que no quedó carne sujeta al Spielberg. También apagó la radio, y, consciente de que se había acabado la visita y debía volver a casa, no se entretuvo más. Era irónico, había gente con temor a los tiburones por aquella película, y él se lo pasaba en grande jugando con Tibla, que nunca atacó a un humano, a bordo del Spielberg. La vida superaba a la ficción. 

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